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La agonía de España

En los tres artículos precedentes de esta serie agosteña que hoy concluye, he expuesto lo que entiendo como una salida razonable de la actual situación crítica que atenaza a España. Consiste en una acción política generosa y arriesgada del PP centrada, a corto plazo, en facilitar la investidura de Pedro Sánchez para evitar el mercadeo letal para España con separatistas y populistas de izquierda; una acción que debería completarse con tres decisiones posteriores:

1. Corte total con Vox.

2. Corrección del desatino cometido con la renovación del CGPJ.

3. Propuesta de desa­rrollo federal del Estado autonómico.

Alberto Núñez Feijóo, en una de sus últimas comparecencias 

PIERRE-PHILIPPE MARCOU / AFP

No me engaño: sé que es una ilusión. Y por eso cierro el ciclo exponiendo cuál será, a mi juicio, el desenlace que nos espera: España, la nación española articulada jurídicamente en forma de Estado o, si se quiere, el Reino de España, entrará pronto, si no reacciona de inmediato, en una larga agonía, que pondrá fin a la segunda Restauración monárquica, asumida con fruto por la transición, en un proceso de autodestrucción provocado por acción u omisión, desde dentro del Estado, por todos los partidos políticos como auténticos caciques orgánicos que son. No desmerecen en egoísmo, desvergüenza y malas artes de su antecesor, don Pedro-Luis Jarrapellejos, paradigma del cacique de la primera Restauración. 

Esta agonía culminará con el desguace institucional del régimen del 78, que dejará el campo libre para la definitiva separación de algunas comunidades, previo paso, quizás, por una imposible “confederación de repúblicas” usada transitoriamente como vaselina. La España que conocemos, entendida como un ámbito de ­solidaridad primaria conformado por la geografía (la península inevitable) y por la historia (una convivencia de siglos), ­habrá dejado de existir. Lo que plantea una pregunta que no sé responder: ¿cómo es posible que el PSOE –un partido de izquierdas– sea el promotor de este ­proceso?

Al escribir, recuerdo la anécdota de aquel torero que, tras una tarde aciaga, respondió así a un amigo que le preguntó por la reacción del público: “Ha habido división de opiniones: unos se acordaban de mi padre y otros de mi madre”. No creo que, en mi caso, la dureza sea tanta, pero sí que unos pensarán que soy un necio y otros que soy un imbécil. 

Feijóo, en lugar de postularse como candidato, debería haberse mantenido al margen

No discuto lo segundo, pero sí discrepo de lo primero: no soy un necio. Simplemente digo lo que está claro como el agua y cualquiera puede ver. Pero hay quienes no quieren verlo, porque su cortoplacismo en beneficio propio se lo impide, mientras que otros mienten al decir que no lo ven porque les conviene no verlo, en aras de su único objetivo: la destrucción del Estado para emanciparse de él.

Feijóo se ha postulado siempre como candidato con olvido de que: a) el bloque de derechas perdió las elecciones del 23-J. Y b) carece de apoyos para ser investido. Debería haberse mantenido al margen, facilitando así la decisión del Rey.

Y, además, debería haber anticipado, bajo palabra, que el PP se abstendrá en la investidura de Sánchez (ratificándose luego en el Parlamento durante el debate), para que Sánchez no se vea obligado a mercadear, para lograr su investidura, con aquellos que venden su apoyo a cambio de jirones de un Estado en almoneda al que odian. 

El PP ha de poner al PSOE de Sánchez en el brete de tener que optar entre el apoyo del partido mayoritario de “la otra España” o el de los separatistas, populistas de izquierda y taifas, para los que España es un estorbo en su camino y no una unidad redistributiva fundada en el principio de solidaridad. Una solidaridad que solo opera cuando existe un previo sentido de pertenencia a la comunidad de que se trata, es decir: a España. Algo ini­maginable en la amalgama con la que Sánchez quiere negociar en exclusiva su investidura. Pero es obvio que el PP tampoco ha sido capaz de brindar una alternativa hábil y generosa, para la que hace falta coraje y vista larga.

¿Qué pretendo entonces, al escribir estos cuatro artículos de agosto, que de hecho son solo uno? Que, cuando todo se haya consumado, alguien pueda decir que lo ocurrido era previsible y evitable, pero que nadie quiso verlo ni impedirlo; es decir, que, callados y pasivos, casi todos contribuimos a disolver y liquidar España. Así lo veo y así lo digo. Con palabra llana. Sin queja, ni lamento ni retórica hueca. Pero no sin dolor por mi patria perdida. Quise ayudarla, pero nada pude hacer por ella.

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