El vicio de la contundencia

EL RUEDO IBÉRICO

El vicio de la contundencia

El deporte favorito de los entrevistadores es pillar al entrevistado en un renuncio: “Usted dice ahora X, pero hace un tiempo decía Y”, o, mejor todavía, “usted se comprometió a no hacer X pasara lo que pasara, pero ha acabado haciendo X”. X puede ser pactar con Vox, indultar a los líderes independentistas o cualquier otra cosa similar.

PELL DE BRAU

 

Joma

En estas semanas hemos visto numerosos ejemplos de incoherencias políticas. Recuerden la reciente elección de Jaume Collboni después de que los vetos cruzados se deshicieran súbitamente, o el cambio de Alberto Nuñez Feijóo con respecto a Vox. El líder del PP ha pasado sin apenas dar explicaciones de rechazar gobernar con Vox a considerar que no hay nada anómalo en pactar con la extrema derecha. Por su parte, en las numerosas entrevistas que ha concedido Pedro Sánchez, muchas de las preguntas han girado en torno a sus contradicciones ante promesas que hizo en su día, como la de no indultar a los líderes independentistas en prisión.

El caso más llamativo y exagerado de todos es el de María Guardiola, la líder del PP extremeño. El 20 de junio pronunciaba estas palabras: “Yo no puedo dejar entrar en un gobierno a aquellos que niegan la violencia machista, a quienes usan el trazo gordo, a quienes están deshumanizando a los inmigrantes y a quienes despliegan una lona y tiran a una papelera la bandera LGBT”. Diez días después, se anunciaba el pacto con Vox, que incluye una consejería en la Junta de Extremadura para la extrema derecha, y Guardiola, una contorsionista consumada, remataba con estas palabras: “Mi palabra no es tan importante como el futuro de los extremeños”.

Muchos piensan, con razón, que Guardiola ha perdido su dignidad política y que su palabra, efectivamente, no vale nada. Debería haber dimitido: o bien no creía lo que dijo el 20 de junio, en cuyo caso mintió a la ciudadanía, o bien sí lo creía y entonces ha echado sus principios por la borda.

Aunque el caso de Guardiola es muy extremo, todos los políticos arrastran problemas de “hemeroteca”. Hoy, gracias a internet, resulta fácil encontrar cambios de postura e incoherencias de todo tipo. Con ese material, los periodistas tienen la mitad de la entrevista hecha.

El problema no es cambiar de opinión, sino anunciar que no se va cambiar… y luego no poder cumplirlo

El efecto de las incoherencias de los políticos sobre la opinión pública es corrosivo. Los líderes de los partidos aparecen ante la ciudadanía como personas sin palabra, llenos de dobleces, oportunistas, sin criterio propio. La reacción típica a este problema consiste en buscar líderes nuevos que nos parezcan mejores, es decir, de convicciones más firmes, inflexibles, siempre fieles a su palabra. Sin embargo, esos líderes no existen. Quizá den el pego al principio, pero luego acaban comportándose igual. Y esto sucede por una razón muy sencilla: la política no es una actividad adecuada para ejercicios heroicos de tozudez.

La política constituye una actividad especialmente difícil e imprevisible. Las circunstancias pueden alterarse súbitamente. Suceden cosas que nadie podía esperar (una crisis financiera mundial, una pandemia, una guerra, un escándalo de corrupción, el surgimiento de nuevos partidos...) y el político ha de reaccionar ante ello. Cualquier persona, en el trance de tener que tomar decisiones políticas, se vería sometida a fuertes conflictos y presiones que, con toda seguridad, impedirían seguir un curso de acción rectilíneo. En el fondo, todos los políticos nos parecen “iguales” porque son tan humanos como el resto de los ciudadanos. Nadie que se meta en política y tenga una visibilidad destacada puede librarse enteramente de hacer renuncias o incumplir compromisos adquiridos.

El problema no está entonces en cambiar de opinión o de criterio, pues resulta inevitable, sino en anunciar que no se va cambiar… y luego no poder cumplir el anuncio. Los ciudadanos podrían entender y disculpar a los políticos si estos no utilizaran un lenguaje tan artificioso y alejado de la realidad, lleno de certezas en un mundo por naturaleza incierto. El verdadero misterio no radica en que los políticos cambien, sino en que se comprometan a no cambiar sabiendo que lo más probable es que tengan que hacerlo, con el consiguiente coste reputacional y electoral.

Los políticos, probablemente mal aconsejados por los expertos en comunicación, parecen pensar que la única manera de ganar votos es expresándose mediante juicios contundentes y apodícticos (“nunca pactaré con Vox”, “nunca indultaré a los independentistas”). En lugar de mostrarse prudentes y reflexivos (“yo preferiría no tener que pactar con Vox, pero no lo excluyo en caso de que los otros grupos no me permitan gobernar”, “no me parece que sea una buena idea en este momento indultar a los independentistas, pero si ayuda a la gobernabilidad de Cataluña lo consideraré”), el político tiene una querencia invencible hacia la frase lapidaria.

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Imagínense a ustedes mismos recurriendo a la contundencia política en su vida diaria. Piensen en una junta de vecinos, en una negociación salarial en la empresa, en una reunión de padres del colegio, o incluso en un problema de pareja. No podrían llegar a acuerdos de ningún tipo y los demás pensarían que son unos intransigentes y unos pelmazos. Y si después lo intentaran arreglar, perderían la integridad que deseaban preservar.

La política española consume líderes a un ritmo vertiginoso, a los pocos años están todos achicharrados. En parte se debe al vicio de la contundencia. ¿Qué sucedería si algún líder, alguna vez, abandonara ese lenguaje lleno de convicciones y se dirigiera a la ciudadanía con cierta normalidad, tomando a la gente por personas adultas con cierta capacidad de raciocinio?

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