Postal de Siracusa

Pocas veces podemos entrar en un edificio que acumula veintiséis siglos de historia y, sin embargo, no está en ruinas ni en desuso. Eso es algo excepcional. Y eso es precisamente lo que sucede en la ciudad siciliana de Siracusa, cuya catedral, de florida fachada barroca, se levantó sobre un templo griego dedicado a Atenea en el siglo V a.C. Las columnas estriadas de dicho templo, con sus basamentos y sus capiteles dóricos, son todavía bien visibles tantos siglos después, ahora integradas en los muros que revisten la catedral, y apilastradas.

La sensación de permanencia y, a la vez, de cambio, tan contradictoria y tan característica de la experiencia vital, se manifiesta con una rara intensidad en este edificio. Porque es cosa infrecuente poder disfrutar de una construcción que, en su versión primigenia, vieron seguramente con sus propios ojos el matemático Pitágoras, el filósofo Platón o el científico Arquímedes. Y, sin embargo, ahí siguen esas columnas, ofreciéndose a nuestra mirada o invitando a nuestra mano a acariciarlas.

Contradictorias sensaciones de cambio y permanencia se expresan con intensidad aquí

Ahora, tomando el relevo de tantos sabios y tantas civilizaciones, son los turistas los que dominan Siracusa, recorriendo en tropel el teatro griego, que sigue también operativo, como sede de un festival de obras clásicas, o la península de Ortigia, con sus deliciosos lungomare ante el Mediterráneo. Es conveniente insistir, pese a este presente adocenado, en que, en el pasado, Siracusa brilló como centro cultural de la antigua Grecia, que atrajo a algunas de sus mentes más privilegiadas. Actualmente, los reflejos de aquel esplendor cultural y científico están algo apagados. Pero permanecen, ya sea en forma de inesperado monumento al número pi, esculpido en tres dimensiones, o en el carácter amable de sus habitantes.

Permanencia y cambio. Siracusa sigue en el mismo lugar en el que fue fundada por colonos procedentes de Corinto en el 734 a.C. Pero por ella pasaron después los romanos, los árabes, los normandos, los españoles... y dejaron sus respectivas huellas, que se superpusieron unas a otras. El paso del tiempo se manifiesta, pues, en esta ciudad continuamente, en todas partes, ya sea en los sillares de arenisca erosionada de tantos edificios; en esa barbería de Vía Roma­, con la decoración de muchos decenios atrás intacta, atendida por un nonagenario que corta el cabello con tijeras, peine y parsimonia, vestido con bata blanca (pero que no desentonaría si luciera una túnica y un manto griegos), o en una atmósfera arquitectónica y marinera que, comparada con la de nuestro litoral, parece felizmente anclada más de medio siglo atrás.

Siracusa
LL. MOIX

Siracusa no es como Palermo, ciudad maltratada por unos pésimos servicios municipales, donde las aceras escasean (o son más estrechas que en Diagonal entre Roger de Llúria y Pau Claris, lado montaña), los coches y las motos avasallan a los peatones, y los montones de desperdicios crecen por doquier, como si al servicio de recogida de basuras disfrutara de una baja por depresión sine die. Pero el fantasma del declive asociado a todo aquello que ha vivido ya tantos años es también omnipresente en Siracusa. Y, con él, y para sus visitantes, la consciencia de nuestra finitud.

Otra cosa es cómo nos tomamos esa consciencia. Podemos hacerlo a la tremenda, rasgándonos las vestiduras, entre patéticos lamentos agónicos. Pero podemos hacerlo también con la serenidad machadiana del “todo pasa y todo queda”. Porque, efectivamente, así ocurre en Barcelona, en Siracusa o en cualquier otro lugar del planeta.

En una de las terrazas del Lungomare Alfeo, descrita por un siracusano como “óptima” para tomarse un spritz o un negroni, mientras se asiste a un crepúsculo deslumbrante, con el sol rielando sobre el mar y encendiéndolo, leemos el siguiente lema, prosaico a la par que incontestable: “Este crepúsculo es un amanecer en el otro lado del mundo”. Sin duda, así es. Y mañana será otro día, en Siracusa, en sus antípodas y aquí. Resulta aconsejable, entretanto, vivir atentos al presente. No vaya a ser que, distraídos por tanta historia y tanto espectáculo natural, por tanta digresión sobre lo que permanece y lo que cambia, en el negroni nos pongan prosecco en lugar de la reglamentaria ginebra, abandonando al vermut y al Campari en tan triste compañía.

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