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La edad de saltar la valla

La humedad del parque invitaba a andar deprisa, pero aquel era un reencuentro sin tiempo. Hacía casi seis años que no veía a mi amiga Silvana y teníamos que comprobar cuánto habíamos cambiado tras la pandemia y la amenaza de una tercera guerra mundial. De la fuente del parque de Berlín brotaba un agua gris que reflejaba el cielo cambiante de mayo, y su luz dejaba a la intemperie nuestras patas de gallo, debidamente esculpidas.

Silvana me contó que ella sentía en Buenos Aires lo mismo que me ocurre a menudo a mí en Madrid al caer la tarde, cuando respiro un aire de fin de fiesta. Una extrañeza galopante frente a los perfiles del nuevo mundo ha amplificado la sensación de despedida de todo lo que vamos tocando.

Silvana y yo nacimos el mismo año y parimos por primera vez a los 31. Nos conocimos en la puerta de una escuela infantil; éramos un par de adictas al trabajo que cerraban los ojos al bailar soul. Entonces, quedarnos sin aliento ejerciendo de mujeres de siete cabezas era casi una voluntad, un dulce masoquismo. Tanto había por hacer que lamíamos la idea de futuro como una golosina. Huíamos hacia delante porque era la manera de avanzar sin remilgos. “¡Hazlo!”, nos habían dicho nuestras madres, maestras y santas literarias.

 

MANE ESPINOSA

“Cuando te haces mayor quieres que te dejen en paz”, me había confesado unos días antes Alejandro Gándara. Hablábamos de su última novela, Primer amor (Alfaguara), en la que vuelca la historia de la construcción del deseo a los 18 años con una belleza tintineante. El escritor recordó que el actor Jean-Louis Trintignant decía que de los cincuenta a los sesenta años es cuando pasó más miedo. Acaso es una edad en la que crees que todo termina.

Silvana, argentina y descendiente de judíos ucranianos, y servidora, con veinte apellidos catalanes, nos sentimos más parecidas que nunca, atravesadas por los mismos sofocos del climaterio, idénticas culpas, y en duelo por haber extraviado ese talismán que –más que la juventud en sí misma– da el poder de surcar las olas con visión y audacia.

La extrañeza frente a los perfiles del nuevo mundo amplifica la sensación de despedida

La llamada generación X entra al galope en la veteranía tarareando los temas más oscuros de The Cure. Todavía no somos viejos, pero nos han rebasado las brillantes mentes de nativos digitales que hablan otro idioma. Nos agotan las vocecitas melifluas de la autotuneada música contemporánea, la obsesión por los tatuajes, o que nuestros hijos repitan obvio o literal fuera de contexto. Han ido muriendo­ nuestros padres y madres artísticos, a los que creímos inmortales. Pero como criaturas que bebimos del cáliz posmoderno, detestamos el lamento. “Acaso somos el eslabón perdido”, me decía Silvana, a quien sus hijas le reprochan –como a mí– un feroz compromiso con su oficio que no ha mutado con los años.

Tantas horas derramadas para sembrar una flor y, ahora, esta querencia por una manta eléctrica que alivie nuestras articulaciones. El tiempo nos pasa por encima si bien logramos cabalgarlo entre el ímpetu y la flojera. El pasado verano leí Desde dentro (Anagrama), del recién desaparecido Martin Amis, autor que tanto significó para mi generación y el dandismo literario. En sus páginas cuenta un bloqueo creativo cuando atravesó la mediana edad, y de repente sintió que estaba acabado. Y se refiere a él como “un perverso período mental” y “un vertiginoso desmoronamiento de la confianza en mí mismo”, para acabar definiéndolo como antiinspiración. Eso es lo que para Trintignant era miedo. Habrá que saltar otra valla.

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