Cuando se cumplen ocho años de su majestuoso descenso por las escaleras mecánicas del edificio de Manhattan que lleva su nombre para anunciar su intención de obtener la nominación presidencial republicana en los comicios del 2016, es evidente que Donald Trump se ha hecho con un lugar en la historia moderna de su país. Si vuelve a conseguir la nominación en el 2024, tendríamos que remontarnos al año 1940 para encontrar a un político capaz de obtener tres nominaciones presidenciales seguidas, Franklin Delano Roosevelt, quien aún obtendría una cuarta en 1944. En el Partido Republicano, sólo Richard Nixon alcanzó tal privilegio, si bien las suyas no fueron consecutivas.
Es una obviedad, por otra parte, que Trump ha ejercido y posiblemente siga ejerciendo una influencia que ha modificado hasta la médula los planteamientos históricos, las características culturales y la propia esencia del Partido Republicano, que poco o nada tiene que ver actualmente con el que en su día encabezaron Abraham Lincoln, Ronald Reagan o el propio Richard Nixon. Aislacionista en política exterior, xenófobo en política migratoria y escéptico en materia de libre comercio, el también conocido como Grand Old Party se ha convertido en una formación populista de la derecha radical, no muy distinta a las que protagonizan un innegable resurgimiento en diversas democracias europeas.
Y, sin embargo, aquel chico rico de Queens que edificó su polémica y controvertida fortuna siempre al filo de la ley (sus organizaciones empresariales se han acogido seis veces al mecanismo conocido como Chapter Eleven, el equivalente a nuestro concurso de acreedores), nunca se ha mostrado como un candidato particularmente arrollador a nivel nacional en los comicios a los que se ha presentado o en los que ha ejercido una fuerte influencia.
De hecho, su única victoria incontestable se produjo en las presidenciales del 2016, donde unos miles de votos en tres estados, dada la compleja mecánica electoral estadounidense, propiciaron su triunfo en el colegio electoral, a pesar de que su rival, Hillary Clinton, obtuvo casi tres millones más de votos que él en el conjunto del país. Dos años después, en las parciales del 2018, la primera ocasión en que se votaba a nivel nacional con Trump en la Casa Blanca, los republicanos conservaron el control del Senado pero fueron barridos –perdieron más de 40 escaños– en la Cámara de Representantes, por lo que la demócrata Nancy Pelosi volvió a presidir la cámara baja del Congreso.
Un candidato con evidentes debilidades como Joe Biden le aventajó en unos 7 millones de votos
Tan cierto como que el sol sale y se pone cada día, Trump perdió la batalla de la reelección en el 2020. Un candidato con evidentes debilidades como Joe Biden le aventajó en unos 7 millones de votos en el conjunto del país y se impuso nítidamente en el Colegio Electoral. Los republicanos recortaron distancias en la Cámara de Representantes pero, contra todo pronóstico, cedieron el control del Senado, posiblemente debido a la bronca emprendida por Trump contra las autoridades del estado de Georgia, a la búsqueda de unos votos que los ciudadanos no le habían concedido. Esa disputa coincidió con la celebración de dos elecciones especiales para el Senado en ese estado sureño, dilucidadas ambas con victorias demócratas.
Las lecciones de las legislativas de noviembre pasado son bien recientes y conocidas. El apoyo de Trump a candidatos extremistas transformó lo que apuntaba a una marea republicana en una exigua mayoría de su partido en la Cámara de Representantes y al mantenimiento del control del Senado por parte de los demócratas. En definitiva, Trump se ha mostrado en estos ocho años como un sorprendente refundador del Partido Republicano, pero difícilmente como un forjador de mayorías electorales a nivel nacional, un objetivo que se le va alejando a medida que se hace incesante su presencia en juzgados y tribunales.