Selfies en Auschwitz

Selfies en Auschwitz

Si hay algo de lo que estoy segura es que tendremos una fotografía del momento en el que llegue el fin del mundo. Sin pensarlo dos veces, alguien meterá la mano en el bolsillo, sacará su móvil –o lo que se haya inventado en su lugar–, sonreirá a la cámara y pulsará el botón. No importará que al cabo de un instante ya no quede nadie con quien compartirla ni a quien etiquetar. La ocasión lo merece: que al menos en el último suspiro se sepa que alguien estuvo allí, de cuerpo presente, con su mejor sonrisa, dejando para la posteridad su perfil más favorecedor como culminación de un narcisismo que bien resume la afirmación con aires cartesianos: “Poso, luego soy”.

Parecemos alérgicos al anonimato. Y pensar que hace solo una década el diccionario Oxford eligió selfie como palabra del año. Instagram había irrumpido en nuestras vidas y llevábamos cuatro años entrenándonos en la función estrella de Facebook, el me gusta. Mostrarse, compartir, comentar... ¿qué podía salir mal? Ante la omnipresencia de objetivos fotográficos, el planeta –mientras por ahí se ve pelado por la desforestación, por allá se resquebraja el territorio por la sequía persistente– se ha convertido en un gran escenario cambiante al servicio de nuestra constante necesidad de atención fotogénica.

Una chica posa para ser fotografiada en la vía del tren que llevaba al campo de exterminio de Auschwitz

Una chica posa para ser fotografiada en la vía del tren que llevaba al campo de exterminio de Auschwitz

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Pero tengamos la humildad de no cargar las tintas contra la generación digitalizada, ya que el fenómeno viene de lejos. El turismo tal como hoy lo conocemos siempre ha ido de la mano de la fotografía, cuyo objetivo ha marcado la manera en que el paisaje, la arquitectura e incluso las personas que entran en nuestro campo visual deben seducirnos por la retina. El viajero y la cámara han organizado el mundo para consumirlo visualmente. Recordar es entonces algo más parecido a un gesto estético, y la fotografía ya es el instrumento privilegiado de la memoria, hasta el punto de privilegiar la imagen a la cosa.

Los neurólogos recuerdan que nuestro formidable sistema neuronal, capaz de almacenar y combinar con brillantez cantidades insospechadas de conocimiento y estímulos, no es solo una grabadora de datos, sino que está programado para olvidar. Así se configuró con la evolución, asegurándonos una vida que mira hacia delante; mejor que no se atasque en el ensimismamiento de la nostalgia. Cuando llegó la fotografía, trajo consigo el alivio general: todo se salvaría de la fugacidad del tiempo, incluso también (y sobre todo ahora) nuestro rostro sonriente.

La mirada del turista lo convierte todo en un bien de consumo. Tiene la cualidad descrita por la física de alterar lo que observa por el mero hecho de hacerlo. A veces, esto ocurre por acumulación, con la misma lógica de una especie invasora. En las últimas semanas, el mirador del Turó de la Rovira de Barcelona, los búnkers del Carmel, ha llegado a un paradójico punto de muerte cerebral debido a su éxito. Este punto elevado, que recuerda a la ciudad asediada y bombardeada, así como al barraquismo posterior, que el proyecto olímpico erradicó, se ha reciclado en otro photocall global.

La mirada del turista lo convierte todo en un bien de consumo

Cada cierto tiempo, algún visitante de Auschwitz se indigna, tuit mediante, porque ve a alguien hacer equilibrios sobre las vías para que su foto salga más divertida, se hace una selfie bajo el lema “Arbeit macht frei” o, como en la polémica generada por un tuit de una periodista inglesa, hace un posado playero con la icónica torre de vigilancia del campo de concentración II de fondo.

Desde la primera vez que estuve allí, aún estudiante, hasta la última, justo antes de la pandemia, la visita a Auschwitz se ha ido normalizando como una excursión más, al mismo nivel que las minas de sal de Wieliczka o los montes Tatras. Antes del confinamiento, acudían más de dos millones de personas al año. Las selfies y los posados no son una rareza, más bien la norma. En la última novela de Yasmina Reza, Serge, sobre tres hermanos judíos que visitan Aus­chwitz, monumento a la memoria convertido en parque temático, los personajes también se topan con ese comportamiento. Se quedan mirando a una mujer asiática que posa frente a su paloselfi junto a la garita de recuento: “Ha fabricado una media sonrisa amable de la que va perfeccionando la dosis según las tomas”. Una de las hermanas se afana en registrarlo todo. ¿Para qué?, le preguntan, a lo que no sabe responder sino encogiéndose de hombros.

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