EE.UU.: O ira interna o miedo externo
TRANSATLÁNTICO
Uno puede preguntarse qué impulsa al Gobierno de Estados Unidos a involucrarse con tanto empaque en la guerra de Ucrania tras las derrotas en Irak y Afganistán. Según una explicación geopolítica de la que me he hecho eco en otros artículos, el conflicto se generó a partir de la ampliación de la OTAN a países excomunistas, contrariamente a las promesas iniciales, con el objetivo de bloquear cualquier intento de Rusia de volver a ser una importante potencia mundial. La lista de nuevos miembros de la OTAN después de la guerra fría incluye la ex Alemania Oriental, tres exmiembros de la Unión Soviética y cinco exmiembros del Pacto de Varsovia.
También es bien sabido que algunos poderes fácticos en EE.UU. tienen un interés económico privado en la industria bélica. El presidente y general Dwight Eisenhower, que sabía de qué hablaba, advirtió a los ciudadanos en su discurso de despedida en 1961 que “se protegieran contra la obtención de influencia injustificada, ya sea buscada o no, por el complejo militar-industrial” y predijo que “el potencial para un desastroso ascenso de poder inapropiado existe y persistirá”.
Ya mencioné en otro artículo mi modesto testimonio de cómo algunos think tanks belicistas en Washington presionaron para armar Ucrania después de la ocupación rusa de Crimea. La lección de las derrotas en Oriente Medio es que el negocio es vender armas sin enviar soldados. No lo lograron entonces, pero lo han conseguido ahora.
De todos modos, los intereses geopolíticos y económicos privados para el conflicto exterior necesitan una situación política interior favorable, como analizo en mi libro La polarización política en Estados Unidos, que presentaremos próximamente en Madrid y Barcelona. En un país grande y poderoso como Estados Unidos, la política interior y la política exterior están negativamente relacionadas.
Cuando el país estaba en construcción interior durante el siglo XIX, no tenía política exterior. Los temas en esa época eran la expansión territorial desde las trece colonias independientes, la estructura de nuevos territorios y estados, y el trazado de sus lindes. Solo desde principios del siglo XX, cuando EE.UU. estableció fronteras continentales fijas y quedó organizado internamente como una federación más estable, ha sido capaz de desarrollar una política exterior independiente.
La Casa Blanca y el Capitolio solo cooperan ante la amenaza existencial de un enemigo exterior
Sin embargo, la política exterior americana está fuertemente empañada por la ineficacia del sistema político interno. La fórmula constitucional de separación de poderes entre un Congreso legislativo y un presidente ejecutivo, con solo dos partidos políticos, tiende a producir bloqueos mutuos entre las dos instituciones, lo cual genera parálisis legislativa, frecuentes cierres del Gobierno e impugnaciones presidenciales.
La cooperación bipartidista y el consiguiente trabajo conjunto de la Casa Blanca y el Capitolio solo florecen cuando se siente la amenaza existencial de un enemigo exterior, como fue el caso durante la Segunda Guerra Mundial y la guerra fría. La llamada bélica en los años cuarenta, el Temor Rojo en los cincuenta y su segunda edición en los ochenta fueron acompañados por sentimientos populares de miedo y de unión nacional, así como por una baja participación electoral y una difusa apatía política.
Por el contrario, durante los últimos treinta años de relativa paz exterior, han emergido cuestiones políticas internas no resueltas y nuevas demandas en sanidad, clima, inmigración, raza, religión, género, sexo, familia, educación, control de armas y derecho al voto, las cuales han generado movilizaciones, protestas y una dura confrontación y polarización partidista. El miedo al exterior ha sido sustituido por la ira interna.
Cuando el presidente Bill Clinton estaba asediado por los republicanos por todos los flancos, confesó: “Hubiera preferido ser presidente durante la Segunda Guerra Mundial” y “envidiaba que Kennedy tuviera un enemigo”. El presidente George W. Bush también añoraba el pasado cuando lanzó la lucha contra un nuevo eje del mal y el terrorismo islamista que, según su dislate, “seguía el camino del fascismo, el nazismo y el totalitarismo”.
El presidente Barack Obama estuvo paralizado por la sospecha de que poner fin a esas guerras podría abrir demasiados temas internos divisivos. Fue Trump el que empezó la retirada de tropas de Oriente Medio y el primer presidente en muchos años que no empezó una nueva guerra; como resultado, enfrentó un infierno interior.
Joe Biden y los demócratas saben que ahora los republicanos pueden volver a bloquear cualquier iniciativa sobre temas económicos, sociales y culturales en la Cámara de Representantes. Para atraer su cooperación en este nuevo contexto de Gobierno dividido, pueden cambiar otra vez el énfasis hacia la política exterior con una orientación beligerante. Una política exterior bipartidista podría satisfacer el interés geopolítico de expandir la OTAN hasta los límites de Rusia y los intereses económicos privados en la industria militar.
Rusia es el bienvenido enemigo exterior común. El dilema entre ira interior y miedo al exterior vuelve a crear una tensión política. Pero no estamos viviendo la histeria nacionalista de la guerra fría, sino una endeble mala copia.
Los jefes de la seguridad y las fuerzas armadas, incluido el ex embajador en Moscú y actual director de la CIA, William Burns, y el jefe del Estado Mayor Conjunto, Mark Milley, recuerdan la advertencia de Eisenhower, son más conscientes de los costes humanos de la guerra, no tienen intereses primordiales en otro conflicto de larga duración y presionan por negociaciones de paz.