Hace poco más de un año, cuando Rusia atacó a Ucrania, una mañana llegué al bar donde desayuno casi cada día y uno de los habituales –Pau– me saludó con un estentóreo “¡Hola, Zelenski!”.
A Pau le gusta renombrar a la gente con motes cogidos con pinzas. A Alae –nada que ver con el complemento alimenticio– le adjudicó el de Oboeman porque iba siempre con un oboe al hombro, ya que luego tenía clase de música. El chico que antes descargaba cajas de frutas y verduras de la empresa Guzmán ahora ya no las descarga pero el mote le ha quedado para siempre: Fru, un monosílabo con el que se le recibe las mañanas que decide venir a desayunar.
Desde hace un año me llaman Zelenski por un motivo sencillo. Hace lustros que siempre llevo camisetas de manga corta de color verde oliva. Sin nada encima si es verano, con chaqueta o anorak si es invierno. Cada día una limpia que, por la noche, acaba en el cubo de la ropa sucia. (Especificaciones: Lower East, 3XL, algodón 100%.) Tengo docenas. Así ninguna mañana dudo cuál ponerme ese día: todas son iguales.
No sé si ese tono de verde acabará por llamarse Zelenski para siempre
No sé si ese tono de verde acabará por llamarse definitivamente Zelenski o si, una vez pase la guerra, nos olvidaremos de él. Ahora, en Amazon muchos artículos vienen etiquetados como verde Zelenski, pero las modas son fútiles. Por el color de las primeras bombonas llamamos color butano a lo que antes llamábamos naranja, a pesar de que muchas bombonas –las de Cepsa, por ejemplo– ya no son de color butano sino plateadas. Los colores son a menudo tan efímeros que el pintor Yves Klein hizo bien en registrar a su nombre el azul Klein.
En la situación geopolítica actual, lo mejor que puedo hacer es dar por amortizadas mis camisetas (ya están suficientemente gastadas) y comprarme nuevas, de un color diferente. Con un año de ser Zelenski por las mañanas basta y sobra.
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