L a Vanguardia ha publicado esta semana información detallada y relevante sobre la operación Catalunya. Es decir, sobre la oscura maniobra gubernamental, política y policial para desprestigiar con dossieres falsos a dirigentes del procés independentista, orquestada tras el Onze de Setembre del 2012, que pidió para Catalunya el título de nuevo estado europeo.
El Gobierno, entonces en manos del PP de Rajoy, había tenido antes ocasión de encarar el problema catalán de otro modo, echando mano de la política, el diálogo y la negociación. Pero no supo o no quiso hacerlo. Y cuando creyó que urgía intervenir lo hizo del peor modo posible: confiando la respuesta del Estado a sus cloacas, en una trama que reunió a políticos con funcionarios corruptos, dispuestos todos a abusar de su posición y a fabricar falsedades, en supuesto beneficio de la patria española.
En las sociedades avanzadas, las irregularidades o delitos no pueden quedar impunes
No fue esta la primera vez que un Estado democrático recurría a métodos irregulares al ver su integridad amenazada. Pero pocas veces se habrá reunido en una conjura de este tipo a elementos tan dudosos y recurrido a métodos inadmisibles con tanto arrojo y con tan poca reflexión, hasta redondear una gran y muy previsible chapuza.
Un repaso parcial al elenco de esta trama nos enfrenta a un comisario corrupto en cuyo currículo bifronte se simultaneaban las labores policiales por cuenta del Estado con el tráfico de información en beneficio propio; un ministro del Interior de errática conducta personal y criterio extraviado (que hace tan solo una semana publicó un artículo de prensa sosteniendo que la guerra de Ucrania la resolvería el Inmaculado Corazón de María), y una secretaria general del PP con insaciable sed de poder, que compaginó este cargo, entre otros, con el de ministra de Defensa, y luego quiso suceder a Rajoy. ¡Gran equipo!
Pese a la catadura de este alto mando, pese al apoyo que recabó en personas perseguidas por la Justicia y a la información que se les compró con dinero público, pese a la inestimable ayuda de medios que no distinguen entre la información libre y la intoxicación, los impulsores de la operación Catalunya se consideraron omnipotentes. En eso se parecían a los del procés. Unos y otros creían posible aprovechar su paso por el poder para saltarse la ley y alcanzar sus fines a cualquier precio.
Las consecuencias de tales procedimientos han sido injustas y lesivas para muchas personas. Ahora, con un retraso excesivo, la maquinaria judicial empieza a reclamar cuentas a algún político de la trama: al exministro del Interior le pide el fiscal quince años por su papel en el caso Kitchen. Pero no fue él el único responsable del estropicio causado por la operación Catalunya. Ni debería ser el único en responder por él. Un partido en el gobierno puede aventurarse por la senda de la chapuza. Pero no salir indemne de ella. De lo contrario, el Estado carga con su mancha indeleble. El clamor social para que quienes malmetieron so capa del Estado paguen por ello debería ser mayor del que es.
La política y la justicia fueron más expeditivas con los aventureros del procés . Primero, con la aplicación del artículo 155. Después con el juicio que trajo condenas y luego indultos. Pero lo que distingue a una sociedad sana, también en este caso, es su respuesta ante los excesos de los que mandan. En Catalunya, esa respuesta se refleja ahora en el creciente número de independentistas que optan por la solución dialogada del conflicto. O en la progresiva soledad de quienes propugnan aún el choque con el Estado: véase el menguante séquito de la líder de Junts y presidenta suspendida del Parlament en sus llegadas al TSJC, donde se la juzga por corrupción.
En las sociedades avanzadas, aun en las dadas a la inflamación política como son las nuestras, las irregularidades o delitos no pueden quedar impunes. Hay que castigarlos si aspiramos a evitar su repetición. Hay que abrir en canal las cloacas del Estado y perseguir a quienes las manejan o rentabilizan, si de veras se pretende sanearlas...
Se suele decir que tenemos los gobiernos que merecemos. Pero la mayoría de ciudadanos no confiamos en las fechorías de unos tipos reprobables. Acaso sería más veraz decir que los ciudadanos de este país tuvimos en tiempos del procés dirigentes que no merecíamos. Aquí y allá.