Hoy celebramos el triste aniversario de la invasión rusa de Ucrania. Mucho se ha escrito sobre ello y, como en todas las guerras, lo más difícil es discernir el análisis ponderado de la visión sesgada. Es indudable que en Occidente vivimos sometidos a una política informativa que exagera los éxitos de Ucrania y atribuye toda la responsabilidad de la guerra a Rusia. Frente a ello es recomendable triangular las informaciones e indagar en las razones de los que no piensan como nosotros.
En este sentido, es preciso constatar que Europa y Estados Unidos actuaron con un alto grado de irresponsabilidad desde la caída de la Unión Soviética, al dejar de considerar a Rusia como un actor geopolítico de primer orden y, muy particularmente, al permitir su realineamiento con China. Aunque Europa intentó apaciguar a Rusia, estrechando sus lazos comerciales, lo hizo a costa de generar una dependencia energética que ahora se ha demostrado irreflexiva, al no ir asociada a vínculos políticos que garantizaran la paz.
Estados Unidos, por su parte, se vio cegado en su vocación expansiva de la OTAN, sin atribuir a Rusia un papel que le permitiera reconocerse como gran potencia. Hasta aquí, algunos de los errores más directos de la coalición occidental.
No obstante, el análisis adecuado de la guerra requiere que el primer foco lo pongamos en los contendientes directos, Rusia y Ucrania. Rusia lleva décadas intentando reelaborar su relato nacional ante la catástrofe que supuso la desintegración de la URSS, pues catastrófico fue que se desgajaran partes, como el este de Ucrania, cuyos vínculos políticos, sociales e históricos eran profundos.
Hablar ahora, como hacen algunos analistas, de guerra civil en Ucrania es desfigurar la realidad
Pero el grave problema de Rusia es su incapacidad de crear un modelo atractivo para sus vecinos. Solo con el concurso de dictadores sin escrúpulos como Lukashenko o a través de la intervención armada, como en Georgia, es capaz de mantener las antiguas repúblicas soviéticas –o partes de ellas– como aliados.
Ucrania, por su parte, salió de la órbita rusa con el Euromaidán, que se fraguó por la negativa de sus dirigentes a suscribir un acuerdo con la Unión Europea. Es cierto que ese movimiento tiene sombras importantes, pues acentuó la confrontación civil en las zonas de mayor influencia rusa.
Pero también lo es que tanto la anexión unilateral de Crimea como la guerra en el Donbass fueron actuaciones rusas contrarias a la legalidad internacional. Más relevante es aún que en el momento en que Putin decide la invasión y Zelenski, en lugar de huir, opta por resistir en Kyiv, Ucrania se reafirma como nación.
A partir del 24 de febrero del 2022 nos hallamos ante la lucha entre un viejo imperio agresor y una nueva nación que ejerce con toda legitimidad su propia defensa. Es por ello que hablar ahora, como hacen algunos analistas, de guerra civil en Ucrania es desfigurar la realidad. Tampoco podemos culpar a Occidente de alimentar la guerra, pues no hace sino permitir que la nación invadida repela el ataque. Lo cual no quiere decir que no debamos buscar la paz negociada.
Y sin duda en esa búsqueda habrá que considerar la posibilidad de que alguna parte del territorio ucraniano quede en la órbita rusa. No por justicia, pues lo justo sería que Ucrania recuperara su integridad territorial y en ese marco reconociera los hechos diferenciales de las partes con mayor influencia rusa, sino por pragmatismo, pues parece casi imposible un escenario que no pase por la cronificación, o peor aún, la escalada del conflicto, si no es asumiendo ese coste.