Viajé recientemente a Marruecos y en el control de pasaportes del aeropuerto me preguntaron mi profesión. “Écrivain”, dije, pero como el policía no parecía entenderme se me ocurrió añadir: “Journaliste”. Ahora el hombre sí me entendió. Me observó con recelo y me pidió que anotara en un papel el nombre de mi periódico. “La Vanguardia”, escribí, consciente de que publicar un artículo cada dos semanas no me daba derecho a considerarme periodista. El policía leyó en voz alta mi anotación, me puso el sello de entrada y, por supuesto, no tuve ningún problema durante mi estancia.
Cuando comenté lo sucedido con unos amigos (ellos sí periodistas de verdad), me dijeron: “Pero, alma de cántaro, ¿cómo se te ocurre decir que eres periodista?”. Por lo visto, en según qué países lo más prudente es hacerse pasar por cualquier otra cosa. Marruecos es uno de esos países: hace solo ocho días, el Parlamento Europeo condenó la persecución que sufren los periodistas marroquíes críticos con el régimen.
Me contaron el caso de los dos periodistas suecos que en el verano del 2011 entraron en Etiopía por la región de Ogadén, territorio tradicionalmente reivindicado por Somalia. Detenidos y acusados de apoyo a una organización terrorista, fueron condenados a once años de cárcel, de los que, gracias a la presión internacional, solo cumplieron un año y tres meses. Su caso sirvió para dar a conocer los de los otros profesionales de la información encarcelados en Etiopía. De ellos, como no eran occidentales, no hemos vuelto a saber nada: supongo que seguirían pudriéndose entre rejas hasta cumplir íntegramente su condena.
En los informes anuales de Reporteros sin Fronteras sobre libertad de prensa, la situación en Etiopía (como en Marruecos) solo es considerada “difícil”, así que imagínense cómo serán las cosas en los países con una situación tachada de “muy grave”. Entre estos últimos se encuentra su vecina Eritrea, que según esos informes mantiene año tras año un reñido pulso con Corea del Norte para alcanzar el dudoso honor de ser el país con menos libertad de prensa del mundo.
Echemos un vistazo al lado soleado del ranking. En ese extremo se encuentran los escasos países en los que la situación de la libertad de prensa es calificada de “buena”, con Noruega, Dinamarca y Suecia a la cabeza. Después viene un segundo grupo de unos cuarenta países con una situación “más bien buena” (Francia, Alemania, España…) y un tercero de unos sesenta con una situación “problemática”. También en este tercer grupo hay varios países de nuestro entorno, incluida Polonia, que ocupa uno de los últimos puestos entre los miembros de la Unión Europea.
En una prisión polaca está encerrado Pablo González, que se arriesga a diez años de cárcel
En una prisión polaca está precisamente encerrado el periodista español Pablo González, que se arriesga a una condena de diez años de cárcel. Recordemos su caso. González, con doble nacionalidad española y rusa por ser nieto de un niño de la guerra, fue detenido hace exactamente once meses en la ciudad fronteriza de Przemysl. Acusado de espiar para Vladímir Putin, la orden de prisión preventiva se ha ido renovando una y otra vez sin dar ningún tipo de explicaciones. A la espera de ser procesado, el periodista permanece encerrado en un severo régimen de aislamiento y la comunicación con sus familiares es casi inexistente: la primera vez que autorizaron una breve visita de su mujer fue ocho meses después de la detención y, hasta donde sé, ni siquiera se le ha permitido hablar por teléfono con sus hijos menores de edad.
Su familia afirma que se trata de un error de los servicios de inteligencia polacos, que han malinterpretado el hecho de que el periodista posea un nombre ruso y otro español: inscrito en Rusia como Pavel Rubtsov al nacer, su madre se lo cambió por el nombre actual cuando, tras divorciarse, se trasladó con él al País Vasco.
Si realmente se trata o no de un error no puedo saberlo. Lo que sí sé es que once meses de incomunicación son muchos meses. También sé que en todo este tiempo el derecho a la presunción de inocencia ha brillado por su ausencia. Lo peor del caso es que no estamos hablando de Etiopía o de Eritrea, sino de Polonia, un país que es socio de España en la Unión Europea y que, pese a la proximidad del conflicto ucraniano, carece de motivos para la suspensión de las garantías jurídicas.