El asalto a los tres primeros poderes del Estado en Brasilia la tarde del domingo guarda muchas similitudes con el que se registró hace dos años en el Capitolio de Washington. Una de ellas es no respetar los resultados de las urnas, el no saber perder, y actuar con violencia para revocar el veredicto mayoritario de la población. Si no se acepta el escrutinio, el edificio democrático se viene abajo.
La democracia no es una forma singular de organizar una sociedad. A Churchill se le ocurrió decir que era la peor de todas si se exceptúan las demás. Tampoco es una ideología sino un mecanismo para designar y derribar gobiernos a través de una decisión mayoritaria, por pequeña que sea, expresada libremente por los ciudadanos en las urnas. También es un método para tomar decisiones políticas comprometidas que reconcilien intereses contrapuestos y legítimos. Rafael Jorba tiene escrito que la política democrática no representa ni la negación del conflicto ni la superación de la naturaleza humana, sino su aceptación y se desarrolla a medio camino entre el pesimismo de Hobbes y el optimismo de Rousseau. Si no hay un reconocimiento explícito y compartido sobre el resultado de las urnas, desaparecen las inevitables reglas de juego. Por esto es tan importante disponer de una ley electoral que sea cumplida y aceptada por todos.
La lamentable experiencia vivida en Estados Unidos y Brasil desde posiciones radicales de derecha para atacar con violencia las instituciones también se ha vivido en épocas recientes en otros países del continente americano desde posiciones radicales y populistas de izquierda. La novedad de los tiempos actuales es la facilidad con que se difunden insultos y falsedades para deshumanizar a los rivales sembrando el odio a cualquier precio.
Si no se respetan los resultados electorales, si no se sabe perder, se derrumba todo el sistema
El asalto a las instituciones es el último eslabón de una cadena que viene de las universidades, de think tanks con sus tormentas de ideas, de personajes como Steve Bannon, que ha asesorado a Trump y ha dicho que “la oscuridad es buena”. Hay indicios muy serios de que tanto Trump como Bolsonaro estaban, por lo menos, al tanto de lo que se estaba perpetrando contra las máximas instituciones para alterar los resultados electorales.
La realidad es que las democracias liberales están en retroceso. Eusebio Val lo comentaba desde París recogiendo el último informe del instituto sueco V-Dem, según el cual en el año 2021 el 70% de la población mundial vivía en autocracias más o menos rígidas frente al 46% en el 2011. Solo el 13% disfrutaba de un sistema de democracia liberal plena.
Los grotescos y violentos ataques a las más altas instituciones de Washington y Brasilia tienen una proyección global en desprestigio de las democracias. No son inocuos y hay que atajarlos con las leyes vigentes en cada país. El historiador Arthur Schlesinger, colaborador de Kennedy y premio Pulitzer, escribió que si la democracia liberal falla en el siglo XXI como falló en el siglo XX para construir un mundo más humano, próspero y pacífico, “invitará al surgimiento de sistemas alternativos basados, como el fascismo y el comunismo, en una huida de la libertad y una rendición al autoritarismo”.
En el fondo de todos estos trastornos sociales y políticos hay que buscar el aumento de las desigualdades que la globalización ha traído en nombre de la eficacia olvidándose de la inevitable vertiente social de toda actividad humana