La coexistencia de dos papas, Francisco y Benedicto XVI, no era estrictamente inédita en la historia de la Iglesia católica. Habría que retrotraerse a la edad media para encontrar situaciones parecidas aunque no análogas. La renuncia de Gregorio XII (1415) tenía como objetivo resolver el llamado cisma de Occidente. Quizás la renuncia de Celestino V (1294), a quien Dante situó en la antesala del infierno, sería el caso más aproximado al de Benedicto XVI, recientemente fallecido, ya que, si bien Celestino renunció en 1294, tan solo cinco meses después de su elección, algunas de sus razones, más allá de los problemas de salud, coinciden con las del papa Ratzinger. Elegido siendo monje por su ejemplar espiritualidad, Celestino se sintió manejado y atrapado en las luchas de poder de su tiempo. Su renuncia recuerda a la de Benedicto en lo referente a la dificultad de controlar los intereses espurios en la curia y en la aspiración a una vida retirada.
El papa Francisco fue elegido en marzo del 2013, después de que Benedicto XVI renunciara a la sede petrina, agotado en su esfuerzo por limpiar a fondo la lacra de la pederastia y abrumado por los escándalos de las finanzas vaticanas y del Vatican Leaks. Desde entonces, el papa emérito residía en el monasterio de clausura Mater Ecclesiae, situado en el interior de la ciudadela vaticana. La decisión obedecía al mencionado deseo de escondimiento del mundo, así como al deseo de una vida puramente intelectual y de oración. Pero el lugar concreto de residencia, en el interior del Vaticano, respondía a un planteamiento político, si así puede decirse. Pretendía evitar que la residencia del papa emérito se convirtiera en un lugar de peregrinación alternativo a la sede vaticana del Papa ejerciente. Era preciso evitar que la coexistencia de dos papas cristalizara en una duplicidad de sedes.
Sin el escudo de Ratzinger, el papa Francisco está desguarnecido
Los sectores tradicionalistas han intentado instrumentalizar a Benedicto (en especial, el cardenal Robert Sarah, que intentó involucrarlo en un ensayo crítico). Pero no lo han conseguido. Sin duda, la presencia de Ratzinger ha condicionado la libertad de Francisco. Pero también es cierto que la vida claustral de Ratzinger en el Vaticano ha servido para proteger la unidad del papado en torno a la popular, aunque discutida y polémica, personalidad de Francisco. El papa emérito ha ejercido como un escudo del papa Francisco, sostiene el experto vaticanista Massimo Franco, que acaba de publicar en la editorial Solferino Il monastero. Benedetto XVI, nove anni di papato-ombra.
La muerte de Benedicto abre una etapa nueva, caracterizada previsiblemente por el descaramiento de las hostilidades contra el Papa. Son significativas, en este sentido, las declaraciones de monseñor Georg Gänswein, secretario particular del emérito, explicando la decepción que causó en Benedicto la decisión de Francisco de desalentar la celebración de la misa en latín. Sin el escudo del emérito, las hostilidades de los sectores tradicionalistas y conservadores pueden multiplicarse. En estos ambientes son numerosas las críticas por lo que consideran frías exequias de Benedicto.
Pero no son solo estos sectores, especialmente poderosos en la Conferencia Episcopal Norteamericana, los que están en condiciones de tensar la vida interna de la Iglesia. No hay que olvidar que los sectores progresistas, y muy especialmente la Conferencia Episcopal Alemana, llevan años desafiando a la Santa Sede. Igual que en el mundo secular, también en la Iglesia católica hay signos evidentes de polarización. Sin el escudo de Ratzinger, el papa Francisco está desguarnecido. Más que riesgo de cisma formal, la Iglesia corre el riesgo de entrar en una etapa de pérdida de coherencia y homogeneidad, de reducción fáctica de la influencia del papado y, en definitiva, de cantonalización.