Colau, la moda y una monja

Colau, la moda y una monja

Que a la alcaldesa de Barcelona no le interesa la moda es un hecho consumado, y el asunto, lejos de parecer intrascendente, se proyecta como una sombra sobre la ciudad de los prodigios. “Me visto como me da la gana”, respondió cual adolescente desdeñosa a la pregunta de una estudiante de Periodismo. Le planteaba una cuestión atinada en torno al simbolismo político de la indumentaria. Y aunque Colau dijo que no respondería, atribuyéndole un sesgo de género a la cuestión, terminó haciéndolo a su manera: “A un hombre no se lo preguntarías”, esgrimió en su reprimenda. Pues mal hecho. A estas alturas nadie serio ignora el lenguaje no verbal de nuestra política, en la que la ropa enmarca al personaje, sean corbatas rojas, rastas o camisas balinesas.

Cuando la posmodernidad endiosaba al diseño, Jack Lang o Pasqual Maragall fueron de los primeros en suavizar sus hombros con las chaquetas de Thierry Mugler y Toni Miró, respectivamente. Ambos se interesaron por la moda: sabían que, además de ser un potente medio de expresión, supone la piel de toda civilización. La moda al tiempo como espejo y altavoz, tirana y liberadora. Porque, entre otras muchas cosas, es una declaración política; un relato que hila estética y ética.

Ada Colau durant l'acte a la UPF amb estudiants de periodisme

 

Blanca Blay / ACN

Si a Colau le hubieran preguntado por el fútbol, probablemente habría esbozado una sonrisa en lugar de haber violentado a la joven periodista, ante quien luego se disculpó. El papel de la frívola moda en el debate político continúa siendo tabú para algunos prejuiciosos, cuando el asunto es hoy más pertinente que nunca. Como señala el sociólogo francés Gilles Lipovetsky, “del mismo modo que el compromiso político ahora tiene glamur, en nuestra época han surgido modas militantes que defienden a las minorías visibles”. Pensemos en la ecología, el feminismo, la lucha contra el racismo o la fluidez sexual. Posicionarse del lado de una moda elaborada con tejidos sostenibles y producida en pequeños talleres de proximidad –como hace Yolanda Díaz con firmas gallegas– contribuye a abrir la conversación pendiente sobre los significados y significantes de la moda. Porque para un político no es tan importante averiguar las marcas de la ropa que lleva, ni su precio, sino dónde y cómo está realizada y cuán contaminante es.

Volviendo a Barcelona, a pesar de su pa­trimonio histórico –de puerto fenicio al que llegaban sedas e hilos de oro a gran bulevar burgués decimonónico con flâneurs bien vestidos–, la ciudad ha perdido pedigrí, mensaje y estrategia en su posicionamiento como capital de la moda. Y, así, hoy se desvanece la memoria de una larga tradición textil que implicó trabajo, riqueza y progreso. También estilo. No hace falta irse muy lejos para reencontrarla, en el salón de Pertegaz, la casa de modas de la visionaria Carmen Mir o las fotografías de Leopoldo Pomés, estrenando la sensualidad de la luz blanca de la tarde.

Barcelona ha perdido pedigrí y estrategia en su posicionamiento como capital de la moda

Hace cinco años pregunté a Ada Colau –en el suplemento de este diario Fashion & Arts– por qué tenía tan mala relación con la ropa. Fue sincera: “Me ha aburrido siempre ir de compras, pierdo la paciencia. Les pido ayuda a mis hermanas porque yo no sé”. También me contaba que, en primero de BUP y recién descubiertos los existencialistas, empezó a vestir de negro de la cabeza a los pies. “Me llamaban la monja”, llegaba a confesar. Tal vez de ahí proceda su fobia. Ahora, si en esta ocasión hubiese reconocido que la moda no va con ella, pero respeta su creatividad y su significado, habría demostrado que la elegancia trasciende a la apariencia.

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