Europa necesitará dentro de treinta años, según la ONU, 60 millones de inmigrantes para cubrir su decadencia demográfica. No nacen suficientes europeos, entre mil motivos más, por las dificultades de las mujeres para casar carrera profesional y aspiraciones personales con el cuidado de los hijos. Las cifras de auxilio de la pareja masculina y el apoyo administrativo para compartir esta responsabilidad confirman el fracaso de la llamada familia tradicional mientras una nueva familia más equitativa no termina de arrancar. Y miramos al sur, a África, donde la mayoría de la población es menor de 20 años y buena parte de sus países no les ofrecen ni futuro, ni seguridad, ni servicios básicos.
Naturalmente estas cifras reactivan las propuestas para “blindar” el continente y para “cerrar las fronteras” para impedir que estos sesenta millones lleguen. Sin valorar que robar todos estos millones mata aún más el futuro de África, se habla de la pérdida de “nuestros valores”, “nuestra religión” o “nuestras costumbres”, como si los europeos continuáramos siendo devotos de la misa del domingo, fieles al matrimonio para toda la vida y haciendo ayuno y abstinencia los viernes y Semana Santa. Eso sí, sigue siendo tradicional tener que defender los valores democráticos ante el crecimiento de partidos que quieren recortar las partes sobre la libertad de expresión o la sexual, por ejemplo.
Necesitamos gente, queremos que nuestro entorno no cambie y que vivan lejos de casa
Pero siendo todo esto cierto, no lo es menos que tan anticuado como los cierres está la vieja política de algunas izquierdas de acoger y regularizar a todo el mundo, de suponer que los recién llegados son todos como el buen salvaje descrito por Rousseau. Posiblemente porque no viven en barrios convertidos en guetos de recién llegados con el habitual porcentaje, como en todas partes, de ladrones y estafadores que aprovechan la buena voluntad, la desidia y los agujeros legislativos para convertir barrios enteros en un infierno.
¿Cómo lo solucionamos? Necesitamos gente, queremos que nuestro entorno no cambie y que vivan lejos de casa. Esta ecuación, que necesitaría recursos, pactos y atención, acabará como todos los problemas complejos: con demagogia y barriendo hacia la urna más cercana.