Giorgia Meloni, la nueva primera ministra de Italia, pronunció ayer su discurso de investidura ante el Parlamento italiano y aprovechó la ocasión para reafirmar su compromiso atlantista y europeísta. He aquí un hecho relevante, toda vez que Silvio Berlusconi ha recordado recientemente su afecto por la Rusia de Vladímir Putin, y que la propia Meloni ha hecho a menudo bandera de su credo nacionalista, con reservas hacia la Unión Europea. En su alocución de ayer, Meloni fue clara: aseguró que su país no daría un paso en dirección opuesta a las directrices de la OTAN y de la UE, ante el desafío de Putin, y que no piensa ceder a los chantajes que plantea el mandatario ruso.
Estas manifestaciones de Meloni deben ser tenidas en cuenta. En primer lugar, por proceder de una persona que se inició en política encuadrada en el Movimiento Social Italiano, reivindicando la memoria del dictador fascista Benito Mussolini. Y, en segundo lugar, porque a lo largo de toda su carrera política ha jugado la carta nacionalista y ha cuestionado con frecuencia el proyecto europeo, en un país donde hoy no faltan dirigentes que contemporizan con el régimen ruso encabezado por Putin.
La nueva primera ministra italiana ensayó ayer un discurso integrador
La circunstancia de ayer obligaba a Meloni a buscar equilibrios entre los electores que la han llevado al poder y el establishment italiano al que a partir de ahora representa. Todos los políticos que propugnan algún tipo de cambio, ya sea reformista o contrarreformista, se ven obligados, al llegar al poder, a templar gaitas. Eso es lo que hizo ayer la nueva primera ministra: disipar dudas sobre su filiación prooccidental y, al tiempo, contentar a sus fieles. Particularmente, en el tema de la inmigración, respecto al que afirmó, sin apartarse mucho de sus postulados habituales, que había que frenarla en la costa africana.
La política italiana es compleja, líquida y pródiga en cambios de gobierno. El de Meloni es el gabinete número 68 desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Echando cuentas, puede afirmarse que desde 1945 el país transalpino ha tenido un nuevo gobierno casi cada año. La volatilidad gubernamental es un distintivo italiano, a pesar de que todos los primeros ministros quisieran escapar a este destino. Ese es un factor. El otro es que la derecha italiana se halla sin timonel, inmersa aún en una larga fase de indefinición, en la que resulta difícil fijar una línea de actuación común. La Democracia Cristiana se mantuvo durante decenios en el poder, hasta que los sucesivos casos de corrupción acabaron en los años noventa con su dominio del ámbito conservador. Pero las formaciones que le sucedieron, como Forza Italia, liderada por un Silvio Berlusconi que tiene una concepción egocéntrica de la política y el poder, o Matteo Salvini, que al frente de la Liga se caracterizó por su sesgo xenófobo, parecen haber agotado también su oportunidad histórica.
En esta coyuntura, podría sonar la hora de Meloni. La primera ministra procede del extremo derecho del arco político italiano. Y es por ello que ayer trató de sumar apoyos, para consolidar su liderazgo conservador con un discurso integrador. Aun así, las palabras son una cosa y los hechos, otra. Meloni no puede aspirar a aglutinar a la derecha italiana con un programa que no esté, como el de ayer, atento a los requerimientos continentales. Jugar una carta similar a la del húngaro Viktor Orbán, en clave mediterránea, no debería constituir una opción de futuro. La premier de la tercera economía europea debe atender a sus responsabilidades continentales. Y a las oportunidades nacionales para consolidar el liderazgo en la derecha. Eso siempre sería mejor que encabezar otro gobierno de breve duración.