Bendita rutina

Bendita rutina

Este artículo está dedicado a la señora Fletcher, querida Angela Lansbury que ya no está entre nosotros, que tantas tardes de gozo nos dio y un día dijo que detrás de la rutina se escondían “las mejores historias de suspense que conozco”.

Tres mujeres de mediana edad miran atentas al pantallón de la sala del bar, se pisan con las palabras, revisan la indumentaria de la presentadora. Era morena, ha vuelto de rubia platino, pelo corto, blusa blanca de algodón y pantalón tejano ceñido. Llevaba once meses Ana Rosa Quintana sin estar en su programa, remontando de su cáncer, comentan mientras apuran su aperitivo habitual.

De entre todas las cosas que ha declarado sobre su regreso la periodista (que todavía le dura el gusanillo del periodismo, que siente miedo como una colegiala el primer día, que le urgía abrazar a sus compañeros, etcétera) me quedo con una. Las ganas que tenía, dijo ella, de volver a “la bendita rutina”.

La tratamos mal, a la rutina. En general le achacamos parte de nuestro aburrimiento cuando, si ahondamos, nos damos cuenta de que es el pasaporte a la felicidad. Pero eso solo lo saben quienes un día pierden la armonía en su vida, el trabajo o la salud.

El motor para empezar el día, la pista de aterrizaje de los sentimientos, la tercera pata del taburete

Bendita rutina es lo que pienso cada mañana, cuando el suelo no es movedizo. El motor para empezar el día, la pista de aterrizaje de los sentimientos, la tercera pata del taburete. Para construir sobre ella los sueños, que esos ya están hechos de otro material.

Decía Franz Kafka que “lo cotidiano en sí es maravilloso. Yo no hago más que consignarlo”. Porque, como creían la señora Fletcher y sus seguidores, del gesto más común, incluso vulgar, de un aperi­tivo cualquiera, puede surgir lo más espectacular del ser humano. “Lo verdaderamente espiritual, profundo, son las cosas corrientes que se hacen todos los días”, apuntaba P.D. James, otra británica reina del noir .

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