Victorianos eminentes, de Lytton Strachey, fue un libro que me pareció interesante y, a la vez, muy divertido por su mordacidad. Reúne las biografías cortas de cuatro personajes notables de la época victoriana a los que despelleja: el cardenal Manning, la enfermera Florence Nightingale, el pedagogo Thomas Arnold y el general Gordon, caído en Jartum. Se dice de este libro que es irónico, pero es algo más: es vitriólicamente divertido, como solo puede serlo un texto redactado desde dentro del grupo social objeto de crítica. En efecto, Strachey era hijo de aristócratas (su padre, teniente general del ejército), estudió en el Trinity College de Cambridge, donde formó parte de los Apóstoles, pasó luego a Londres y se integró en el Círculo de Bloomsbury. Amigo de Keynes, Moore, Dora Carrington, que se enamoró de él sin respuesta posible, Gerald Brenan, Leonard y Virginia Woolf…
No es extraño que cuando leí, también hace años, La reina Victoria, la biografía mayor de Strachey, lo hiciese con la esperanza de hallar en ella lo mismo que en Victorianos eminentes: un texto inteligente, aunque con el aditamento de una crítica acerba y divertida del personaje y de su época. Sin embargo, mi sorpresa fue enorme. El libro es excelente, pero, pese a no ser complaciente, en ningún momento sobrepasa los límites de la crítica razonada para entrar en el terreno de la ironía mordaz, ni menos aún en el del sarcasmo. Así lo vio en 1921 The Times Literary Supplement: “Mr. Strachey, a quien nunca le ha faltado inteligencia, ha tenido la suficiente para decepcionar a quienes esperaban que repitiera lo que había hecho en su libro anterior (Victorianos eminentes). La repetición aburre. Ha preferido la interpretación a la sátira. (…) ‘Amo a la reina –dijo Disraeli–, quizá la única persona a quien he amado’. Quizá Mr. Strachey no lo dice de igual forma, pero ha hallado que la mujer, con todos sus defectos, es más cautivadora que la inmaculada estatua de mármol”.
Los ciudadanos del Reino Unido reconocen a Isabel el mismo sentido del deber que a Victoria
¿Qué cualidades de Victoria cautivaron a Strachey? Cierto que Strachey dibuja un perfil de Victoria que no elude sus limitaciones intelectuales, su desconocimiento en profundidad de los negocios públicos, sus gustos artísticos prosaicos y un concepto de la ética característico de las clases altas. Pero, al lado de estos rasgos fruto de su educación, reconoce en Victoria unas virtudes practicadas hasta el sacrificio personal. Estas virtudes fueron el ejercicio constante y riguroso de la función que como reina le correspondía, la entrega sin reservas al trabajo, el sentido de responsabilidad que le hizo abstenerse de comportamientos que pusiesen en entredicho, por cualquier motivo, la dignidad de su cargo y, en consecuencia, su autoridad. Dicho lo cual, ¿qué más se le puede pedir a un rey que reina, pero no gobierna? Solo puede exigírsele un comportamiento personal en todos los ámbitos que dignifique la alta función de representación que le corresponde.
Dice Strachey al final de su libro que la política inglesa ha sido siempre un asunto de sentido común, pero que, también desde siempre, ha dejado un rincón vedado a este sentido común y reservado a un elemento místico que se concentra en la corona por su venerable antigüedad, su asociación con lo sagrado y un ceremonial imponente y espectacular. La corona se convirtió así en un símbolo del extraordinario destino histórico del Reino Unido y de su poder.
Victoria, que había prometido a los doce años que iba a ser buena, cumplió su promesa. Y, al final de su vida, su pueblo reconoció su sentido del deber, su conciencia y su moralidad. Se había pasado la vida trabajando, sin divertirse, en medio de preocupaciones familiares. Estas son sin duda las mismas cualidades que los ciudadanos del Reino Unido reconocen hoy a la reina Isabel, que durante setenta años ha servido a su país. Pueden aplicarse también a Isabel las palabras con las que Strachey cierra la vida de Victoria: “La niña, la esposa, la mujer madura, eran la misma persona: la vitalidad, la entrega minuciosa, el orgullo y la sencillez fueron sus rasgos hasta el último momento”.