Uno de los libros que más me deslumbraron en mi adolescencia fue La peste, de Albert Camus. Tanto, que Camus es un autor al que vuelvo siempre. La última vez este verano, para leer un breve ensayo de Stephen Eric Bronner, titulado Camus. Retrato de un moralista. Lo traigo a colación porque vengo leyendo en los últimos tiempos diversos artículos que cargan con encono displicente y sin matices contra toda la derecha europea, a la que se acusa de dinamitar la democracia por sus veleidades, ciertas en ocasiones, con la extrema derecha, pero que no dedican ni una sola crítica a los populismos de izquierda, ni denuncian tampoco la polarización política causante de la radicalización de ambos extremos del arco parlamentario. Un silencio oneroso que vela también los desmanes de los nacionalismos excluyentes, que erosionan de continuo y a conciencia el marco institucional.
No es nada nuevo, ya pasó lo mismo en los años treinta. Y, después de la Segunda Guerra Mundial, muchos siguieron cantando la misma palinodia durante toda la guerra fría: el fascismo es el mal absoluto, que efectivamente lo es, mientras que el comunismo es una noble doctrina en pos de una sociedad nueva imbuida de justicia social. Con olvido flagrante de que la sociedad justa del futuro no puede basarse en el sacrificio de individuos inocentes en el presente. Simone Weil lo expresó así: “El fin moral es no hacer nada que mancille la dignidad humana, en uno mismo o en otro”. Y aquí no valen colores: ni el azul, ni el rojo.
Solo reconociendo la vanidad de intentar cambiarlo todo es posible cambiar algunas cosas
Camus había militado en el Partido Comunista en los años treinta, hasta que fue expulsado por defender un proyecto de ley promovido por Léon Blum, que extendía el derecho de voto a 200.000 musulmanes argelinos en contra de la opinión de Stalin, que obligó a los comunistas franceses a retirar su apoyo a los nacionalistas argelinos. Camus rompió la regla sagrada del “centralismo democrático”. Eran tiempos convulsos que consideraban impotente la democracia, inútil el humanismo y decadente el individualismo. Mussolini quería construir una “Nueva Roma”; Hitler, un imperio “ario” de mil años, y Stalin sostenía que las purgas eran necesarias para alcanzar la utopía. Camus afrontó este tema, de un modo directo, en Calígula (1944). Calígula, que personifica el totalitarismo, expresa actitudes y valores populares durante la década de 1930, si bien el mal encarnado por el emperador romano forma parte indeleble del mundo, lo que Camus proclama cuando Calígula pronuncia, mientras muere, las últimas palabras de la obra: “Estoy vivo”. Y en Ni víctimas, ni verdugos (1946), que recoge los últimos escritos de Camus para Combat, ensalza la santidad de la vida individual y critica explícitamente tanto el fascismo como el estalinismo por su perversa creencia en que un futuro utópico justifica el uso de la violencia sistémica en el presente. Por eso insistió en establecer límites conceptuales para la acción permitida y rechazó el uso de un doble rasero de medir.
En 1951, en El hombre rebelde, expresó su repugnancia ante una época en la que el asesinato en masa fue aceptado como una opción política viable. La rebeldía es, para Camus, la expresión práctica de la indignación ante la injusticia, la indignación de quien ha experimentado la transgresión de un cierto límite por parte de un poderoso. La rebeldía es manifestación de vida. Por eso escribió: “Me rebelo, luego existo”. En el bien entendido de que, para Camus, el compromiso político en aras de un mundo perfecto ha de ser atemperado por la compasión y el sentido común. Y, asimismo, que las afirmaciones abstractas sobre la necesidad de progreso y justicia no justifican actos concretos de violencia por parte de un movimiento o un Estado.
Cierto que Camus abogó por la rebeldía y no por la revolución, pese a que la reforma no es posible en todos los regímenes. Lo hizo guiado por su intuición, que sigue siendo válida, de que solo reconociendo la vanidad de intentar cambiarlo todo es posible cambiar algunas cosas. Camus nos dice que es responsabilidad de todo ciudadano tomar decisiones morales sobre política.