La estética queer triunfa. En la música pop y en la ópera, en el teatro refinado y en el internet populista. Si un chico se pinta las uñas, tiene muchas más posibilidades de captar la atención que si no lo hace. Captar la atención: virtud imprescindible en la era de las redes sociales. La cultura queer apela a la fluidez de la identidad personal. Mezcla, hibrida, subvierte la representación de lo que se consideró masculino y femenino. Persigue la confusión de los géneros tradicionales. Masculino y femenino serían conceptos duros, opresivos, obsoletos. Deben ser transformados en vivencia líquida, ambigua, liberadora.
Judith Butler, premiada oficialmente en Catalunya, sostiene que el género no es una determinación biológica, sino una construcción cultural, como son la nación, la raza o la historia. Una construcción performativa, eso es: generadora de identidad. En la lógica de Butler, superar esa imposición es una exigencia, una liberación. De ahí que los defensores de estas tesis se permitan el lujo de cancelar (condenar, censurar) a quienes discrepan. Los discrepantes de la cultura queer son defensores de la opresión: deben ser silenciados.
Las redes sociales son infinitamente más coaccionantes que la familia
Ante el crecimiento oceánico en todo Occidente de la “disforia de género de inicio rápido” (de un 4.000% en Gran Bretaña entre el 2009 y el 2018), es inevitable deducir que no son los libros de Butler los que han iluminado las mentes de los adolescentes sometidos a cambios hormonales y quirúrgicos que les mantendrán de por vida dependientes de fármacos. Parece evidente que estos acelerados procesos de cambio de sexo son inducidos por el enorme poder de las redes sociales y los influencers sobre niños y adolescentes. TikTok tiene una capacidad coactiva infinitamente superior a la de la familia actual.
Los académicos ya han realizado su trabajo: la capacidad performativa de la tradición ha sido condenada. Las empresas tecnológicas, los publicistas, las clínicas y las industrias culturales ya tienen el campo libre para convertir en pingüe negocio la mutación quirúrgica de millones de adolescentes. Son convertidos en cobayas entre los aplausos de la sociedad modernamente biempensante. Una sociedad que acompaña, con su característica mezcla de remilgo y gregarismo, un experimento antropológico estremecedor.