Cuando llegan las vacaciones también llega la angustia de no saber parar el trabajo que uno realiza durante el año. Cuando se trabaja con intensidad, cuando hay en juego resultados que todo el mundo puede ver, y existe verdadera dedicación para lograr los objetivos, genera en quien lo realiza un estímulo de la adrenalina que provoca la dependencia de estar siempre ocupado. Se critica a los que trabajan sin cesar y con ahínco de no disfrutar de la vida y, en muchas ocasiones, de no dejar vivir a los que están a su alrededor. Hay personas que han comprobado en carne propia que cuanto más se implica uno en su trabajo, más pierde de vista el mundo que lo rodea. Las vacaciones estivales son para muchas de estas personas amantes del trabajo un pequeño infierno muy cercano al dicho popular dedicado a los ociosos de profesión: “La mente ociosa es el patio en el que juega el diablo”. Saber parar, pues, es clave para que estos trabajadores incansables no entren en una breve pero intensa agitación interior o nerviosismo por no poder conseguir en ese tiempo de descanso nuevos logros profesionales.
cuanto más se implica uno en su trabajo, más pierde de vista el mundo que lo rodea
La estrategia para parar, silenciar, la voz interior que, como un Pepito Grillo, va musitando a la conciencia “¿qué haces que no haces nada?” y que tienta como un diablo locuaz, es mirar a tu alrededor y dejar que te conquiste lo que te rodea. Se fabula que Julio César, ante la tumba de Alejandro Magno, hizo volar sus pensamientos observando que ahora que ya había conquistado el mundo había llegado el momento de que el mundo lo conquistara a él. Que el mundo le conquiste a uno implica bajar las defensas y abrirse a la posibilidad de que ocurran hechos imprevistos. Supone, en cierto modo, dejar que lo cotidiano ocupe paulatinamente el espacio que antes había colonizado lo urgente. Saber parar no es fácil, incluso lo saben los deportistas. Un ejemplo son los que realizan maratones; algunos atletas, tras acabar un larga carrera, tienen por costumbre seguir corriendo para adaptar su cuerpo a la quietud que minutos después inevitablemente deberán aceptar.