Núria Feliu en tiempos de Pujol, Pilar Rahola en los de Artur Mas o Puigdemont, Almudena Grandes, Ana Belén y Víctor Manuel con el PSOE o Julio Iglesias con el PP son algunos de los miles de nombres que, por convicción o por interés, en algún momento de sus respectivas carreras como artistas o escritores han sentido la necesidad de comprometerse partidistamente, en forma de grotescos manifiestos de adhesión, de artículos de mal disimulada propaganda o de apariciones estelares en mítines de provincias, para disfrute de los feligreses dispuestos a aplaudir cuanto más disparate y exabrupto mejor. Herederos de una cultura política afrancesada en que el intelectual siempre ha disfrutado de una aureola de prestigio e incluso de cierta impunidad para el disparate (recuérdense que en los sesenta en Francia muchos intelectuales presumieron sin rubor de su pederastia), en nuestra democracia ha sido una tónica habitual ver como artistas variopintos sentían la necesidad imperiosa de salir en defensa de sus respectivos líderes y partidos políticos. Porque su criterio cualificado, como el valor al torero, se les
suponía.
Como le confesaba en una entrevista reciente Mercedes Milá a Mario Vargas Llosa, también a mí me pasa que cuando algún cantante o escritor toma la palabra sobre cuestiones políticas tiendo a sentir un cierto escalofrío. Temo que las palabras del personaje al que admiro por su sensibilidad artística o virtuosismo, cuando abra la boca para opinar sobre cuestiones complejas que afectan al interés general, suenen más a rebuzno que a reflexión ponderada, solvente y contrastada. Y hay que reconocer que cuando eso pasa a uno se le rompe el corazón, porque más allá de ver como el ídolo en cuestión al final no es más que un pobre mortal, distinto solo por su talento para el desarrollo de esta o aquella disciplina, pero igual de noble o mezquino que el resto de los hombres, difícilmente después de comprobar que ellos también son de carne y hueso pueden volver a ser vistos como antes. Me pasó con Lluís Llach, a quien admiré de adolescente, de quien aprendí los primeros versos de Màrius Torres y que cuando se puso a predicar como político casi siempre me obligaba a fijar la mirada perdida en el horizonte, cavilando sobre por qué los dioses son tan implacables con nosotros. ¡No deberían humillarnos de este modo!, pensaba siempre para mis adentros. O me pasó también a menudo con Joaquín Sabina, sensible y poderoso en los escenarios y un pobre diablo en sus entrevistas.
Los artistas no son responsables de sus políticos y el arte no debe dejarse manosear por la política
Estos meses de guerra en Europa, no he podido dejar de pensar continuamente en Valery Gergiev y Anna Netrebko, dos grandes artistas de nuestros tiempos, boicoteados sin piedad ni juicio previo, en Munich, Zurich y tantos otros teatros americanos, culpables en un caso de haber felicitado el quincuagésimo aniversario de Putin –quien, todo sea dicho, hasta hace poco campaba a sus anchas por todos los gobiernos democráticos del mundo–, de haber condenado la guerra en Ucrania al parecer de forma demasiado tibia, o de haber hecho sustanciosos donativos al dirigente ucraniano prorruso Oleg Tsariov, en apoyo a la Ópera de Donetsk, a la que las autoridades de Kyiv poco antes habían cortado el grifo, por cierto. La dureza de la dinámica cancelatoria fue para ellos tan implacable que incluso el civilizado Met de Nueva York vetó a la cantante por un tiempo indefinido. Después de Nueva York, el nombre de la soprano cayó primero de los carteles de Zurich, después del Liceu, en Barcelona, donde debía participar en la conmemoración de su 175.º aniversario. En aquellas semanas ásperas, la barbarie llegó a tal extremo que el mismísimo Ministerio de (in)Cultura griego llegó incluso a prohibir cualquier repertorio ruso, o a censurar la simple reproducción televisiva de El lago de los cisnes, del Ballet Bolshói. Quizás por aquello de que Dios aprieta pero no ahoga, a finales de mayo el público francés reparó tanta cancelación con una sonora ovación a Netrebko en la Filarmónica de París. Que en su programa sonaran Debussy o Chaikovski solo pudo reconfortar a las almas cándidas que viviremos y moriremos convencidos de que el arte, como la belleza en general, no entienden de banderas ni de miserias terrenales. Para el 24 de julio, también el Real hará lo propio con la cantante rusa, como lo hará así que pueda Barcelona. Porque los artistas no son responsables de sus políticos y porque el arte no debe dejarse manosear por la política, a la que a menudo ni entiende. ¡A ver si aprendemos!