Hay una línea que separa el tesón del ridículo, y el proyecto de candidatura para los Juegos Olímpicos de invierno del 2030 la ha rebasado con creces. Se ha hecho lo que se ha podido y quien hace lo que puede no está obligado a más. A Javier Lambán no le gusta el plato que ha cocinado el COE y no podemos obligarlo a comérselo. Quizá Catalunya podría ir medio por su cuenta, pero ¿de verdad vale la pena?
Dejémoslo estar. Si los Juegos no se hacen, tampoco pasa nada grave. En febrero, 150 científicos hicieron público un manifiesto en el que explicaban que, tanto desde el punto de vista económico como social, tendrían un impacto negativo. Detallaban que se trata de una propuesta que te la da con queso, que supondría emitir millones de toneladas de dióxido de carbono, despilfarro de agua para producir nieve artificial, un perjuicio demencial para los acuíferos... Contrariamente a lo que nos venden, no aportaría riqueza, sino meros puestos de trabajo temporales y precarios. Deportistas tan poco alborotadores como Araceli Segarra o Kilian Jornet se han declarado en contra.
Dejémoslo estar; si los Juegos no se hacen, tampoco pasa nada
Llegados a este punto, hay una duda que se me plantea siempre que oigo hablar de esa cordillera. ¿Debemos llamarla Pirineos o Pirineo? Ambas formas son válidas, sí, pero hay una que desprende un tufo que no desprende la otra. Me pasa lo mismo que cuando en Barcelona alguien habla de la Rambla o de las Ramblas. Llamarla de una forma u otra lo retrata. El lingüista Manel Figuera explicó un día que Pirineo corresponde a una visión interior de la zona y Pirineos, a una visión foránea. Para no perder más tiempo con una candidatura que ya harta, los que la promueven podrían dedicar unas cuantas décadas a debatir ese punto (¿Pirineo o Pirineos?) y luego, cuando ya hayan debatido, plantearse la conveniencia de unos Juegos de invierno en una cordillera en la que –la llamen como la llamen– la nieve será ya un recuerdo lejano.