Desde Mata Hari hasta Pegasus hemos realizado un largo camino. Sinceramente, ha ganado el juego sucio. Las mujeres espía siempre me han parecido personajes muy atractivos. Mata Hari era espía, seductora y hábil. Neerlandesa de nacimiento, durante la Primera Guerra Mundial realizó labores de espionaje a favor de Alemania. Fue capturada por la resistencia francesa y condenada a muerte. En 1917, a los 41 años, fue fusilada. Se convirtió en una leyenda, y su figura protagonizó obras literarias, películas y cuadros. El tema de la mujer espía, misteriosa, alimenta la imaginación más exigente. Muchos años más tarde, la escritora María Dueñas creaba la historia de Sira, una modista a la que las circunstancias de la vida abocan al espionaje en favor de los británicos en época franquista, previa al estallido de la Segunda Guerra Mundial. El libro fue un superventas, que derivó en una serie televisiva.
El caso Pegasus carece de misterio y magia: es un ataque contra la libertad de las personas. A través del móvil, con una simplicidad estremecedora, se tiene acceso a los datos de cualquiera. Se pueden controlar contactos, fotos privadas, escuchar conversaciones y grabar imágenes. Un robo absoluto de todo lo que siempre ha constituido la privacidad individual. Alguien ha olvidado que tenemos derecho a tener secretos, espacios que solo nos pertenecen a nosotros, parcelas íntimas que no queremos compartir.
Los jóvenes olvidaron la intimidad, que no debemos compartirlo todo con todo el mundo
Vivimos con el móvil a un centímetro de nuestro cuerpo. Delegamos en un aparato tecnológico funciones que nos pertenecen, como la comunicación con los demás. Quizás no hemos visto que los jóvenes tienen intensas, larguísimas, conversaciones de WhatsApp, pero son incapaces de mirarse a los ojos y decir dos frases seguidas. En esta externalización de nuestras capacidades, también existe la memorística. ¿Cuántos números de teléfono recordamos? ¿Cuántas direcciones? ¿Cuántos datos históricos o culturales? Vivimos en el reino de Wikipedia. Tenemos tanta información a nuestro alcance que somos auténticos ignorantes.
Son las contradicciones de la vida. De la misma forma que muchas personas han sufrido un robo de la privacidad, resulta que las generaciones jóvenes han decidido prescindir de ella. No quieren parcelas íntimas. Muchos jóvenes se desnudan y pierden la noción de la privacidad. Son generaciones que no tienen perspectiva de lo personal, íntimo, precisamente por eso mismo más valioso. Olvidaron que tener secretos es importante, que no debemos compartirlo todo con todo el mundo. Para ellos, una cena, una fiesta, un encuentro o un paisaje no significan el placer de vivir un momento especial, sino la necesidad de fotografiarlo para las redes. La belleza, la intensidad, la magia no existen para ser saboreadas de forma individual o en pequeño comité. Lo único que importa es mostrarlo al mundo. Abrir ventanas tecnológicas que nos lleven muy lejos. Lo que descubrimos no debe seducirnos a nosotros; debe gustar a los demás. Esto se traduce en una carrera para aumentar el número de me gusta .
¿Dónde están las cenas íntimas? ¿Las reuniones privadas? ¿Los viajes que podíamos contar a través de los recuerdos? No hace falta evocar nada, porque hemos convertido el exhibicionismo en una norma.
Las consecuencias pueden ser duras. Aquella imagen que hace diez años nos parecía intrascendente, la anécdota de juventud de una noche loca, de una exposición física, del impulso de un momento… pueden volverse en contra de nosotros. Los jóvenes no suelen pensarlo a los 17 años, cuando viven en una inconsciencia tan deliciosa como terrible: las empresas, si tienen que contratar a un trabajador, hacen búsquedas en las redes. Se elaboran informes rescatados de un pasado que revive, una y otra vez, que se hace eterno gracias a la tecnología.
En una sociedad democrática, las personas tienen derecho a los secretos. Los secretos nos enriquecen humanamente, porque suman misterio, complejidad y matices. No expliquemos a diestro y siniestro qué nos gusta comer, coleccionar, conocer, cuáles son nuestros deseos. ¿Necesitamos ser tan obvios? Preservemos las manías personales, los afectos profundos. Ocultemos con cuidado algún secreto. Busquémoslo cuando estamos solos. No nos convirtamos en armas contra la propia vida.