Sí, pobre Ucrania, pero…

En esta última década hemos asistido al resurgimiento de fronteras, ese concepto que parecía más propio de los mapas mutantes del siglo pasado. A esto ha contribuido el fortalecimiento del nacionalismo resentido presente en varias elecciones europeas, Brexit incluido. También la propagación de un virus global, que erigió barreras como cortafuegos, o los flujos de refugiados. Y los cincuenta y siete días de guerra en Ucrania ahora han resucitado, además, terminología imperialista sobre zonas de influencia, inevitabilidad... Un marco mental que admite que las “amenazas” existenciales señaladas por el gobierno de un Estado donde no hay libertad de expresión pasan por encima de la población de otros países, como si estos tuvieran que aceptar la condena de ser parias políticos, meros peones de ajedrez.

Ha calado tanto el pensamiento fronterizo que, ante una invasión de manual, con crímenes de guerra y el desplazamiento forzado de diez millones de ucranianos, no han faltado voces que, al cabo de pocos días, difuminaran la certeza de quién era el agresor y quién el agredido. Es ese “pobre Ucrania, pero…” que ha revitalizado unas trincheras ya excavadas incluso antes del 24 de febrero. Porque, si el partido de Zelenski, como tantos otros de nueva creación, se ha calificado de atrapalotodo (por obtener votos de forma transversal, más por el descontento que por una ideología concreta), la Rusia de Putin se ha convertido, a su vez, en un atrapalotodo de voces externas tanto de izquierda como de derecha, que se erigen en altavoz de las coartadas de la invasión, tan peregrinas y cambiantes como distorsionadas. Baste con algunos ejemplos que van a continuación de los pero: la expansión de la OTAN fue un error; Ucrania podría negociar una paz a cambio de cesiones; Europa es racista respecto a otros refugiados; ¿y Yugoslavia e Irak?; Estados Unidos tiene intereses en el conflicto; el Batallón Azov es nazi, etcétera.

Bangkok (Thailand), 20/04/2022.- A Ukrainian woman holding a Ukrainian flag and yellow flowers, attends a protest against Russia's invasion of Ukraine and especially the deaths of children in the city of Mariupol, outside the Russian embassy in Bangkok, 20 April 2022. Russian troops launched a major military operation on Ukraine on 24 February, after weeks of intense diplomacy and the imposition of Western sanctions on Russia aimed at preventing an armed conflict in Ukraine. (Protestas, Rusia, Tailandia, Ucrania) EFE/EPA/DIEGO AZUBEL

 

Diego Azubel / Efe

Ante la niebla que empaña inevitablemente las guerras, esa confusión que envuelve los conflictos bélicos, se imponen las imágenes de una ciudad arrasada (Mariúpol), de fosas comunes (Bucha), de cementerios improvisados (Irpín), de estaciones de metro y búnkeres abarrotados de niños (Járkiv), o los relatos en primera persona de violaciones, asesinatos y torturas. Svetlana Alexiévich escribió que “el dolor derrite cualquier nota de falsedad, la aniquila”. 

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LV_último reducto de la resistencia de Mariúpol

Ensimismarse en las contradicciones ajenas es una postura cómoda, porque elude confirmar la validez de un enunciado, y a la larga es paralizante. Poner como pretexto las contradicciones de Occidente es un pilar de la retórica del Kremlin, que exporta un modelo de poder consistente en reducir a los ciudadanos a ese personaje arquetípico de la literatura rusa llamado hombre superfluo. Aunque vea las injusticias que le conciernen, se cree tan incapaz de cambiar las cosas que acaba por transformarse en espectador, una aspiración de las democracias iliberales y autocracias.

Después de décadas de dominación soviética, en Ucrania se topan con el paternalismo de Occidente

Lo de mantener a ciertos países en el patio trasero, como periferia a la que poco o nada se escucha, es otra herencia del siglo anterior. Me refiero a esa Europa del Este cargada de narrativas de imperios pasados, que en nuestro imaginario sigue teniendo rasgos imprecisos y cuya voz apenas nos resulta familiar. Después de 1991 se les dijo que “volvían a Europa”, y seguimos opinando por ellos, explicándoles qué les ha ocurrido y por qué, o pidiéndoles que asuman sacrificios para que los demás vivamos tranquilos. Personalmente, entiendo a quienes no quieran vivir en un régimen como el de Bielorrusia. Desde hace años, en los foros de académicos e intelectuales ucranianos, se habla de westplaining, la tendencia que tienen expertos y medios occidentales de explicar la que es su realidad. Después de la dominación soviética, ahora se topan con el paternalismo del Oeste, que de nuevo los relega a convidados de piedra. En Ucrania (2015) Karl Schlögel vertía esta crítica: “La llamada crisis ucraniana es ante todo una crisis rusa (…) La situación interna de Rusia apenas sale a relucir en el debate occidental, a pesar de que los conocimientos, la experiencia y la bibliografía sobre el tema están al alcance de todos. Resulta más fácil interpretar las políticas de Putin como reacción y consecuencia de las amenazas externas (...) Las experiencias históricas de los pueblos entre Rusia y Alemania siguen contando poco, si es que no se descartan del todo como una idiosincrasia que los coloca en el rincón de los histéricos incapaces de hacer realpolitik ”.

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