Una maleta

Una maleta

Una maleta es también un propósito. Un destino, un programa o una huida. El inicio de la esperanza o de lo terrible. Una maleta sola es, en principio, una imagen inquietante. Y desazonadora. Cada maleta contiene un misterio, y esa parte de sueño, tiempo e ilusión que alienta toda vida humana. Y una metáfora del viaje, así, sin cualificar. Del nomadismo y la globalización. De la renovación o del éxodo. Aquellas antiguas maletas de cartón, frágiles y pobres, aseguradas con cordel, de los largos viajes que salían de la estación de França brumosa por el vapor y la carbonilla y el vaho de las despedidas tristes, de cuando este país emigraba de la miseria. Y del blanco y negro. L’emigrant cantado por Emili Vendrell hacía llorar a madres y esposas. Y a futuros huérfanos.

Nada que ver con esas valijas presumidas salpicadas de etiquetas certificando destinos raros. O de la maleta a punto para la sorpresa, de los amantes en su primera escapada. O las actuales acorazadas, ruidosas y traqueteantes como de corresponsal en tránsito. “Viajas más que el baúl de la Piquer”. Pura antropología. Sí, una maleta es asimismo un contenedor de interrogantes. O de puntos suspensivos. O un diminuto universo. Dentro de ellas, supersticiones y amuletos viajan con nosotros. ¿Y quién sabe qué asuntos más?

Una maleta es asimismo un contenedor de interrogantes, o de puntos suspensivos, o un diminuto universo

La valija, el hato tristísimo y dramático del refugiado. Para él, ella o ellos, agarrarse a su alforja es toda una manera de pervivir; de no desaparecer. Su maleta es el cordón umbilical que los une a su hogar, al barrio, a la vecindad y a algo que les parecía ser para siempre. En la maleta: toda una biografía encofrada, las señales de varias generaciones; su patrimonio y su memoria. El maletón emocional y arcaico de aquellos años en que eran criaturas, asesinado –diariamente lo vemos– por los traficantes de la muerte y el odio. Por los revendedores de agonías.

Una imagen, el aguafuerte de la tragedia: una familia aparentemente bella, muerta, tendida en el suelo y precariamente tapada por la piedad anónima y, a su lado, la maleta incólume, de color gris metalizado y brillante, como nueva. La Samsonite les sobrevivió. Una maleta: la caja negra de los naufragios. Y de las guerras.

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