Curioso modo el del Ayuntamiento de Madrid de nombrar a Almudena Grandes hija predilecta de la ciudad. Primero, los concejales del PP y de Ciudadanos le denegaron la distinción. Al cabo de varios días, se la concedieron a cambio del voto de tres concejales de izquierda a favor de los presupuestos. Y a continuación el alcalde, José Luis Martínez-Almeida, explicó que no creía que la escritora mereciera ese honor y que solo lo había aceptado porque necesitaba los votos de la izquierda para aprobar los presupuestos. También declaró, marcando distancias, que Almudena Grandes tendrá una calle en la capital porque cuenta con muchos lectores.
Cuando Camilo José Cela era mayor y comenzaba a chochear, hablaba a menudo de su aspiración a dar nombre a una calle. También decía que quería que su cara apareciera en un sello de correos. Lo decía en broma, pero dejaba transparentar que quería que la posteridad se acordara de él. Una manía propia de la edad provecta. De paso, también dejaba entrever cuál era su idea de la gloria literaria: una calle o un sello de correos.
No sé si Correos concedió a Cela el honor que pedía, pero en Madrid tiene una avenida, y supongo que en Iria Flavia –su lugar de nacimiento– y en otros municipios de Galicia debe de tener una calle. Era un escritor que representaba a una España en blanco y negro, ruda y escatológica, un autor muy discutible, pero tuvo muchos lectores y fue galardonado con el Nobel, lo que le elevó a un Olimpo habitado por muy pocos. Ahora está atravesando el desierto que, tras la muerte, suele esperar a las figuras literarias más carismáticas, un silencio que puede ser eterno o sólo transitorio, pero su lugar en la historia de la literatura española parece asegurado.
Ocurra lo que ocurra, sin embargo, la aspiración de Cela refleja lo poco fiable que es la posteridad. Las calles cambian de nombre a menudo porque el nomenclátor de las grandes ciudades es hoy un campo de batalla –uno más–, de modo que dar nombre a una calle no garantiza nada. Y los sellos de correos han pasado a la historia, jubilados por el correo electrónico. Si Cela se levantara de la tumba y fuera a un estanco a comprar un sello, tendría un disgusto. Lo encontraría, porque todavía hay gente que envía cartas, pero seguramente tendría que recorrer varios estancos.
Si dar nombre a una calle o aparecer en los sellos de correos no sirve, ¿a qué puede aspirar un autor preocupado por la posteridad? En la antigua Grecia, durante la guerra del Peloponeso, cuando la flota ateniense fue derrotada en Siracusa, los sicilianos pasaron por las armas a todos los soldados griegos con la excepción de aquellos que podían recitar de memoria algún verso de Eurípides. Cuesta imaginar mayor honor para un hombre de letras.
Gabriel Galmés, un gran escritor que murió muy joven, bromeaba que él aspiraba a tener una estatua ecuestre
Gabriel Galmés, un gran escritor que murió muy joven, bromeaba que él aspiraba a tener una estatua ecuestre. El pasado verano, en Manacor, su ciudad de nacimiento, me topé con la agradable sorpresa de una plaza que lleva su nombre. Me alegré infinitamente.
Sin embargo, a mi juicio la verdadera gloria literaria, la máxima, la de verdad, es dar nombre a alguna forma de ser o de actuar, o a determinadas situaciones. Tomemos, por ejemplo, la frase “aquello fue una odisea”. No hace falta haber estudiado clásicas para entender que los hechos en cuestión son una aventura sembrada de riesgos y contratiempos y que la frase es
un homenaje a Homero. Otra: un espectáculo dantesco. Cualquier persona culta sabe que el adjetivo es una alusión a la visión del infierno de la Divina Comedia.
Cervantes murió hace más de cuatro siglos, pero si hoy alguien dice que una persona actúa de una forma quijotesca todos sabemos lo que quiere decir, al igual que cuando alguien habla de dudas hamletianas. Hay otros muchos ejemplos: una comida pantagruélica, que es una manera de describir una comida copiosa (curiosamente, el equivalente en inglés es Gargantuan meal, en alusión al otro protagonista de la novela de Rabelais). Una actitud tartufesca –es decir, hipócrita–, en honor del personaje de Molière. Una situación kafkiana. Una deriva esperpéntica. Un universo orwelliano.
El autor que consigue hacerse un hueco en el diccionario tiene la posteridad asegurada
En inglés, hay una expresión que me gusta mucho: catch-22 . Viene de una novela de Joseph Keller titulada precisamente así, uno de los alegatos antibélicos más ácidos jamás escritos. El protagonista es un combatiente destinado en una unidad de aviación durante la Segunda Guerra Mundial que, para no tener que realizar misiones de combate, se quiere hacer pasar por loco, pero tropieza con un obstáculo: para que los superiores lo eximan de las misiones de combate, debe pedirlo, y si lo pide quiere decir que no quiere combatir, lo que significa que no está tan loco y que, por tanto, no hay motivo para concederle la exención. Hoy muchos ignoran su origen, pero en inglés la expresión más corriente para describir un pez que se muerde la cola es a catch-22 .
Seguro que hay muchas más. El autor que consigue hacerse un hueco en el diccionario tiene la posteridad asegurada. Pero bien mirado lo de la gloria literaria es también un catch-22 : preocuparse mucho de ella es una de las maneras de no alcanzarla. La gloria a la que debe aspirar un escritor es a quedar satisfecho de lo que escribe, un objetivo que, aparte de los mediocres que se conforman con cualquier cosa, solo está al alcance de los elegidos.
En cualquier caso, volviendo a Almudena Grandes, las declaraciones del alcalde de Madrid son extrañas. Más que contra Almudena Grandes, parecen dirigidas contra sí mismo. ¿Es este el respeto que le merece la literatura? ¿Es esta su forma de actuar como alcalde, otorgar distinciones a cambio de votos? Probablemente Almudena Grandes, combativa como era, se habría sentido más honrada por el lío que se ha montado que por esta distinción concedida tan a regañadientes.