Es un hombre delgado, con gafas, de unos cincuenta años, vestido de negro. Actúa en un pequeño auditorio gerundense. En la capilla de un antiguo hospicio que un obispo ilustrado del XVIII encargó a Ventura Rodríguez, el gran arquitecto neoclásico. Bajo una cúpula blanca, frente a un público escaso, pero atento, el hombre corta con un hacha un tronco de chopo de unos dos metros de largo por unos cuarenta centímetros de diámetro. Un madero considerable. Hachea de forma ritmada, firme, persistente, inclinándose y levantándose con precisión de gimnasta, pero también con diligencia de leñador. Su rostro expresa muy contenidamente el esfuerzo.
A su lado, una joven, vestida también de negro. El pelo atado en forma de cola, la frente amplia y despejada. Toca el violonchelo. Improvisa notas y arpegios con pulcritud. A veces, el ritmo que marca el hierro contra el tronco es tan claro y regular como un metrónomo: domina la música del violonchelo. Pero a menudo el hacha y la melodía se contradicen y expresan muy claramente la diferencia que los separa. El hacha apela a la fuerza, el violonchelo a la delicadeza. El hacha es emblema del trabajo, el violonchelo de la gracia y la ligereza. Nada más opuesto al hachazo que la melodía de un instrumento vibrante y barnizado como el violonchelo. La suavidad de la música de cuerda juega con la fuerza violenta y destructora del hacha. Así están durante dos horas, hasta que el tronco se parte por la mitad y, entonces, la chelista toca el preludio de una suite de Bach. El hacheador podría haber terminado antes el trabajo, por así decirlo, pero se ha entretenido desbastando el madero, labrando surcos y vías de un extremo a otro. Así hacemos nosotros antes de que nos llegue la muerte: procuramos abrirnos a toda clase de vivencias laterales, aunque persigamos con mayor constancia o la vía escogida o la más inevitable. Cada vez que el metal se hunde en la madera es una aventura, una experiencia, un corte de vida, una herida.
Nada más opuesto al hachazo que la melodía vibrante y barnizada del violonchelo
¿Es un espectáculo lo que estoy viendo?
Es una acción artística. Efímera.
La joven chelista es Lluïsa Paredes, concertista y compositora. Pep Aymerich es escultor, performer y videoartista. En YouTube encontrarán imágenes de su interacción con las esculturas. Sus obras no terminan cuando están hechas: acostumbran a tener vida propia, generalmente mortal. Por ejemplo: unos cuerpos realizados en cera, plomo y carbón arden o se deshacen. El fantasmagórico Banksy, que hizo autodestruir uno de sus cuadros millonarios en plena subasta en Sotheby’s, resulta anodino en comparación con el impacto severo y litúrgico de Aymerich.
Trabaja y vive de la madera, Aymerich: es carpintero. La libertad que le da el oficio no es, por supuesto, la libertad del millonario o la del artista de éxito. Es una libertad creativa insólita en el mundo del arte, ya que el artista, generalmente pobre, a menudo queda condicionado por la necesidad de vender, por la dependencia que suele implicar la subvención solicitada o por esa voluntad populista de épater le bourgeois que ahora llamamos provocación. La libertad creativa de Aymerich es una libertad pura, inmensa, que escapa con una gran personalidad, de la mermelada retórica del arte contemporáneo, generalmente paródica, ocurrente o panfletaria. La fuerza de las creaciones de Aymerich, que a menudo esculpe cuerpos abrumados, subraya, por contraposición, la banalidad de los rostros gigantescos, siempre repetidos, tan comerciales, del famosísimo Plensa.