Warren Christopher, del que se cumplen diez años de su fallecimiento, es uno de los diplomáticos más brillantes del siglo XX. Colaboró de cerca con Lyndon Johnson y con Jimmy Carter, pero fue Bill Clinton quien lo nombró secretario de Estado. Fue el artífice de la liberación de los rehenes norteamericanos retenidos en la embajada de EE.UU. en Irán tras una larga negociación con el régimen del ayatolá Jomeini, el mediador decisivo para alcanzar los acuerdos de Oslo entre israelíes y palestinos y uno de los impulsores del tratado de Dayton que puso fin a las guerras en la antigua Yugoslavia. Personaje de excepcional talento, habilidad extraordinaria y paciencia infinita, fue definido por Hillary Clinton como “un hombre que comprendía el sutil equilibrio entre la defensa de los intereses nacionales y los valores fundamentales”. Es imposible un epitafio mejor para un diplomático.
Me remito a su figura, porque acaba de reeditarse Lo que mueve mi vida , un libro imprescindible donde se incluye un testimonio suyo que es una lección existencial. Su relato dice así: “Una noche, no hace mucho, iba por una carretera de dos carriles, a alrededor de cien kilómetros por hora. Venía un coche en la dirección opuesta a la misma velocidad. Cuando nos cruzamos, miré a los ojos al otro conductor durante un instante. Me preguntaba si él estaría pensando, como yo, en lo mucho que dependíamos el uno del otro en aquel momento. Yo confiaba en que él no se durmiera, ni se distrajera con la conversación por el móvil, ni se lanzara hacia mi carril, poniendo un repentino final a mi vida. Y aunque no nos dijimos una palabra, él confiaba en mí en idénticos términos”.
Nuestros políticos deberían leer a Warren Christopher, el gran diplomático del siglo XX
Y añade: “Multiplicando por millones esta situación, creo que así es como funciona el mundo. En cierto nivel, todos dependemos de todos. A veces esta dependencia solo nos exige no hacer determinada cosa, como no cruzar la doble línea amarilla. Y, a veces, nos exige actuar en forma cooperativa, con aliados e incluso con desconocidos”. La política catalana y la española no acaba de entender lo de las líneas amarillas, cuando están en las bases de la democracia, cuando son el marco de los acuerdos.