Urge una gran crisis

Urge una gran crisis

Economistas e historiadores del siglo pasado señalaban que buena parte de los avances de la humanidad han sido consecuencia de grandes crisis, catástrofes bélicas incluidas.

Un repaso somero de los dos últimos siglos parece ratificar esta teoría : el corto brote de bonanza que siguió a la I Guerra Mundial (los años veinte), la prosperidad mucho más larga generada por la II Guerra Mundial (con el milagro alemán como máximo exponente), la crisis del petróleo de los setenta y –ya más lejano en el pasado– el colonialismo desbocado del siglo XVIII, las guerras nacionalistas de Bismarck, las guerras de independencia americanas, con la estadounidense en primerísimo lugar, etcétera desembocaron casi siempre en fuertes avances económicos.

Hoy en día, la humanidad es más rica que nunca, pero la convivencia vuelve a ser conflictiva casi en todas partes –de Birmania a EE.UU., pasando por Oriente Medio y Europa del Este– a causa de los desequilibrios sociales y del desmoronamiento de las ideologías.

Los desequilibrios –tanto económicos como culturales, nacionales e ­internacionales– son una constante en la historia y hay constancia de ellos en todas partes y tiempos desde la invención de la escritura. El declive cíclico de las culturas también es de todos los tiempos y lugares, pero no ha sido tan evidente como el de las estructuras económicas, aunque ha sido de importancia pareja. En la antigüedad, la fe religiosa era consustancial con la identidad política, y las guerras de religión –su continuidad en tiempos más modernos– o bajo pretexto de religión (como las guerras nórdicas) llegaron hasta el siglo XVIII. En los siguientes, el retroceso de creencias e ideologías llegó a ser tan fuerte que las guerras se hicieron ya descaradamente por cuestiones de hegemonía e intereses económicos.

Actualmente el mundo se halla en una coincidencia de ambas crisis. Por un lado, la dinámica internacional está tambaleándose porque las reglas del juego de la bipolaridad URSS-EE.UU. no sirven para unos escenarios con más protagonistas. Y también los meca­nismos ideados para las sociedades de la posguerra del 1939-1945 ya no sirven en el siglo XXI, en el que los poderes ­tradicionales discrepan de las reali­dades y las conciencias de las respectivas poblaciones.

Este crujir de todas las estructuras heredadas se agrava porque las ideologías heredadas están quedándose sin adeptos. La religiosidad está en declive; el patriotismo es cuestionado por más y más sectores; las ofertas políticas tradicionales de izquierdas y derechas se van deshaciendo en un rosario de programas que va desde el ecologismo onírico hasta el localismo minúsculo.

En resumen: a falta de una crisis aguda y general, el mundo se está desmoronando en ofertas político-económicas confusas y difusas, cuando no se lanza –todavía, acá y allá– a la viejísima y ­primitiva ley del puño: la razón la tiene solo el más fuerte. Así que, en conclusión, ¿es que nos urge una gran crisis para volver a progresar y convivir en paz unos cuantos decenios más?

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