El próximo 14 de abril se colocará una placa en el número seis de la barcelonesa calle Francesc Pérez-Cabrero para recordar que allí vivió, también murió, Jaime Gil de Biedma. Ya era hora. Hace ya muchos años, a finales de los noventa, me entrevisté con el alcalde Clos para pedirle que Barcelona, como ocurría en las grandes ciudades europeas, recordara con una placa el lugar donde habían vivido quienes habían contribuido a prestigiar la ciudad, fueran o no catalanes.
Reencontrémonos con ese espléndido centenar de poemas en los que nada falta y nada sobra
El alcalde me hizo caso y encargó a Ferran Mascarell, entonces concejal de Cultura, la creación de una Comissió de la Memòria, de la que formamos parte, entre otros, Josep Maria Huertas y Daniel Giralt-Miracle. Nuestra misión consistía en hacer propuestas. Las placas a Maurici Serrahima, Xavier Benguerel, Carmen Laforet y Hans Cristian Andersen, entre otras, son de aquella época. Más adelante fuimos sustituidos por otros ciudadanos, algo perfectamente natural e incluso deseable, aunque a mí, y creo que tampoco a los demás, no se me comunicó el cese. Se utilizó el hispánico método expeditivo de dejar de avisar para la próxima reunión y aquí paz y después gloria.
Si traigo a colación estos antecedentes es porque ya entonces propuse que se recordara a Jaime Gil y a Carlos Barral, ambos fallecidos con un mes de diferencia. De la muerte del autor de Las personas del verbo , acaecida en enero de 1990, se acaban de cumplir 31 años. Nunca es tarde para recordar a un poeta. También lo ha hecho el Instituto Cervantes no hace mucho, con un acto en el que fue depositado en una de las cajas fuertes de la institución, por parte de Inés García-Albi, “un legado familiar, sobrio y escaso como la obra de Jaime”.
Gil de Biedma es, sin lugar a dudas, uno de los autores clave del llamado grupo catalán de los 50 y el que más influencia habría de tener en las generaciones posteriores, que lo leyeron a fondo y, a través de él, a Manuel Machado, proscrito durante el franquismo, por los poetas, que, como vio muy bien Joan Margarit, practicaron un marxismo de salón, con excepciones, que les impedía admirar al hermano mayor de Antonio, tildado de afecto al régimen, algo necesitado aún de una profunda revisión.
Los versos de Gil de Biedma, absolutamente memorables, siguen, precisamente por eso, en la memoria de todos: “Que la vida iba en serio / uno lo empieza a comprender más tarde”, e incluso sirven para resolver dudas: “Los misterios del amor son del alma / pero un cuerpo es el libro en que se leen”; plantar cara a las situaciones: “Sean ellos más fuertes que el patrón que les paga y que el salta-taulells que les desprecia” y recordar –en el sentido estricto del término, significa despertar– despertar, pues, a lo que somos. ¿Y qué somos?: “La intensidad de los momentos vividos”.
Jaime Gil fue un señorito de nacimiento, eso, en primer lugar. Un burgués aristocrático de usos y costumbres. Jamás se puso el mono de obrero ni siquiera para escribir sus poemas más sociales, y su mala conciencia de clase no le impidió usar “las palabras de familia gastadas tibiamente”, el habla rica, coloquial de su familia. Algunos han puesto de manifiesto que había en sus diarios, hoy publicados sin la censura que él mismo hubo de imponerse por razones familiares, párrafos de dudosa moralidad, como las referencias a la prostitución infantil o sus aficiones a los muchachitos venales, que en algunos casos se aprovecharon de él y hasta lo agredieron, me consta. Cuando edité a Gil de Biedma, hace ya mucho tiempo, esos aspectos me parecieron deplorables y creo que en algún momento a él también debieron parecérselo. No obstante, hacer hincapié en el asunto creo que tiene poco sentido. Lo tiene, por el contrario, reencontrarnos con su obra, ese espléndido centenar de poemas en los que nada falta y nada sobra.