Onanismo real

No sé si es síntoma de la pandemia o, más probable, de un creciente hastío ante la estupidez que galopa por los continentes como las hordas de Gengis Kan, pero he sucumbido en las últimas dos semanas a una nueva adicción: YouTube. Ya no veo series en televisión, ni veo las noticias y si veo fútbol, suelo cambiar tras unos minutos al canal que de repente me cautiva.

No. No veo vídeos de gatos o perros. Escarbo en YouTube y me encuentro con un sinfín de joyas, principalmente entre­vistas, algunas en blanco y negro, casi todas de la no tan lejana era predigital. Veo y escucho con fascinación y añoranza a Camus, Sartre, Carl Jung, Borges, Bertrand Russell, García Márquez, Philip Roth o Kurt Vonnegut. Me deleito con re­cuerdos del primer ídolo de mi vida, Muhammad Ali. Miro hasta las tantas de la noche ­entrevistas a an­tiguos grandes de Ho­llywood como Lauren Bacall, Robert Mitchum, Marlon Brando, Groucho Marx, Bette Davis, Peter O’Toole u Orson Welles. Vi una conver­sación entre O’Toole y Welles sobre Shakespeare que me abrió los ojos a cosas que nunca me enseñaron en la uni­versidad.

Llama la atención la naturalidad con la que casi todos los entrevistados fuman. Se trata de una generación en la que todos vivieron la Segunda Guerra Mundial. La vida es una lotería, sabían, así que a disfrutar hoy porque mañana quizá no estemos. Se toman en serio los temas que tratan pero no caen en el mal gusto de tomarse en serio a sí mismos. Lo que jamás hacen mis nuevos viejos amigos de YouTube, todos a su manera unos privilegiados, es sucumbir al infantilismo de llorar en público por las penas de sus vidas personales.

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Oriol Malet

La inagotable mina que es YouTube no luce el oro en la superficie. Hay que cavar profundo para llegar al tesoro. Lo primero que ves cuando abres la pantalla del menú es, sí, perros y gatos, o montajes de seres humanos haciendo gracias iguales que las de los perros y los gatos, o cómicos cuidadosos de no ofender los dogmas de la corrección política, o entrevistas a los populistas de turno. Mucho ruido y pocas nueces. Esta misma semana la oferta ha incluido numerosos extractos de la entre­vista que les hizo la insufrible Oprah ­Winfrey a los dos bobitos de moda, Me­ghan Markle y su esposo el príncipe Harry. Me los salté en cada caso, no me detuve en las imágenes ni medio segundo, por temor a vomitar.

Pero tendría que haber estado sumergido a kilómetros bajo tierra desde el domingo pasado para evitar enterarme de lo que transcurrió. No tuve más remedio que ver algunos segundos del numerito que montaron la tonta y el más tonto cuando me entrevistaron en televisión sobre “el escándalo de la familia real británica”. Como lector y suscriptor de demasiados diarios tampoco pude evitar leer sobre el debate mundial que el duque y la duquesa de ­Sussex desataron, y ver que el famoso fenómeno de “la polarización” se extiende al conflicto abierto entre estos dos y la monarquía que preside la abuela de él, la reina Isabel de Inglaterra.

La reina Isabel ‘es’ la monarquía inglesa y si acusas a la monarquía de racista, la acusas a ella

Lo interesante no es la parejita. No ofrecen nada ni al conocimiento humano ni a la alegría de los pueblos. Lo interesante es que hay gente que piensa que Meghan y Harry son los buenos de la película. Es interesante por lo que revela de los valores que predominan hoy en un sector no insignificante de la población mundial.

Tal es el culto al narcisismo, a sentirse víctimas, a ver ofensas por todos lados, a desfilar tus desdichas ante el mayor número de gente posible, sea en una entrevista televisada o en Facebook, que de repente es digno, correcto y apropiado cagarte en tu propia familia. Declaras –declaran estos dos– que adoras a tu abuela, pero no dudas en darle uno de los grandes disgustos de su vida. Y no en privado sino asegurándote de que todo el mundo lo vea. La reina Isabel es la monarquía inglesa y si acusas a la monarquía británica de racista, la acusas a ella. Y si la acusación se basa en algo que, según Meghan, alguien no identificado dijo una vez en un contexto desconocido a Harry, no nos reprimamos. Es igual. Adelante. Lancemos una bomba sobre la institución a la que la abuela ha dedicado cada minuto de su vida.

Pero olvidémonos de la realeza britá­nica, cuya supervivencia me produce la misma indiferencia que la de la española, o la sueca, o la monegasca. Pensemos que ­estamos hablando de gente normal. La cuestión es que tu abuela tiene 94 años y que tu abuelo de 99, su marido de siete décadas, está grave en el hospital pero te da igual. Les vas a dar el castigo que consideras que se merecen, castigo que en el caso del abuelo quizá sea mortal, porque… bueno… ¿por qué?

Meghan y Harry dirán que han sufrido un montón y tenían la necesidad, por higiene mental, de confesarlo. ¿Pero no podrían haberlo hecho a solas con la familia? Y si no, ¿no podrían haberse sometido a unas discretas sesiones de psicoanálisis en vez de recurrir a la doctora Winfrey a la luz del sol californiano y de las cámaras de CBS televisión? Tampoco, porque en tal caso el objetivo de fondo no se hubiera logrado: agigantar su celebridad para después forrarse con sus podcasts y sus series contratadas con Netflix; para, aunque no quieran ser reyes, poder vivir como si lo fueran.

Meghan y Harry se venden como buena gente pero no lo son. Creen que tienen clase pero no es verdad. Hace rato que ella no para de hablar de la importancia primordial del valor de
“la compasión”. “Pequeños gestos de compasión”, nos predica, “tienen la capacidad de marcar una real y duradera diferencia”. No parece habérsele ocurrido a ninguno de los dos que si la compasión no empieza en casa es mentira. Ni se les pasa por la cabeza que pedir compasión por sus sufrimientos sea de cuestionable gusto hoy en día, tan enamorados ellos con su dulce bebé y su palacial hogar en Los Ángeles cuando dos millones y medio de personas han muerto del coronavirus y muchos millones más se quedarán sin los medios para dar de comer a sus hijos.

Meghan y Harry buscan forrarse para, sin ser reyes, poder vivir como si lo fueran

El onanismo de la duquesa y su marido es irrelevante, algo que se debería hacer a puertas cerradas, y a la vez épico. Que tantos celebren su “valentía”, entre ellos Hillary Clinton y la portavoz del presidente de Estados Unidos, da la medida de la ridiculez moral de nuestra nueva normalidad. Huyendo de la farsa, me refugio en las viejas glorias que ofrece YouTube. Lo recomiendo para los rebeldes que añoran la posibilidad de ver y escuchar a personajes famosos que poseen decencia y clase y son auténticos de verdad. Se lo recomiendo, en particular, a la reina Isabel, un ser humano al final, una pobre abuela a quien se niega la posibilidad de vivir los años que le quedan en paz.

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