La ceguera

La ceguera

He dudado al titular este ar­tículo entre “La ceguera” y “Los que miran hacia otro lado”, pero me he decidido por “La ceguera”, al pensar que –como dice el refrán– no hay peor ciego que el que no quiere ver. Y de eso va lo que sigue: de la ceguera de los que no quieren ver cómo se extiende por Occidente una de­gradación insidiosa de la democracia representativa, con el correlativo auge de los populismos autoritarios de derecha y de izquierda, distintos en lo accesorio e idénticos en lo esencial: la mentira, la inobservancia de la ley, la deslegitimación de las institu­ciones y el desprecio por el adversario. Ahora bien, esta ceguera, pese a ser grave, decae ante otra ceguera mayor: la que no quiere ver la causa profunda de esta degradación: una desigualdad rampante y obscena que rompe los consensos básicos. Así, en Estados Unidos, el Partido Republicano tiene responsabilidad por la fractura del país a causa de su connivencia con Trump, pero también la tiene un Partido Demócrata que, según el profesor Solozábal, “poco tiene que ver con su tradición obrerista o su compromiso con el aseguramiento de las bases del Estado social, sino más bien con la política de la democracia liberal (…) que santifica el matrimonio de Wall Street y Silicon Valley (…) y que ha enriquecido a una pequeña minoría ­americana mientras ha perjudicado a la ­mayoría”.

Lo que sucede en los países occidentales es, por tanto, que esta desigualdad desemboca en una polarización ideológica, una fractura social y una crisis política, cuyos síntomas más graves son sucesos como los del Capitolio de Washington el pasado 6 de enero. De su gravedad es buena prueba que el Estado Mayor Conjunto norteamericano vio necesario dirigir una carta anómala a los miembros de las fuerzas armadas recordándoles su deber de defender la Constitución, así como que “el derecho a la libertad de expresión y reunión no da a nadie el derecho para recurrir a la violencia, la sedición y la insurrección”, y que el presidente electo, Joe Biden, “tomará posesión como el 46.º comandante en jefe de Estados Unidos”.

Debemos denunciar siempre la mentiray la burla de la ley,que suelen ir unidas

Malos tiempos aquellos en que hay que recordar lo obvio. Pero debe repetirse: 1) que la democracia siempre está en riesgo y a merced de la demagogia, que utiliza la regla de la mayoría para laminar a la minoría; 2) que abundan hoy las democracias iliberales; 3) que los golpes de Estado no se dan hoy desde fuera del Estado (Bastilla, palacio de Invierno), sino desde dentro y utilizando las instituciones y los recursos del mismo Estado: Mussolini, Hitler, Chávez, Ortega, Erdogan y tutti quanti …; 4) el esquema siempre es igual: a) desestabilización mediante la mentira sistemática; b) desorden; c) leyes habilitantes para que un salvador encauce la situación; d) neutralización de las instituciones. Por consiguiente, pese a que la democracia sea el régimen más resistente, ha de ser cuidada y preservada. Pero ¿cómo? La respuesta es conceptualmente simple (hay que corregir la desigualdad), pero de difícil puesta en práctica (llevar a cabo las políticas precisas para lograrlo). Y, además, esta acción de gobierno ha de ir acompañada de la denuncia y el rechazo explícitos de los populismos de toda laya: los de derecha, que aspiran a la imposible recuperación de un pasado ensoñado como una Arcadia feliz, y los de izquierda, que quieren implantar el paraíso aquí en la tierra, mediante un proceso de constructivismo social impuesto por la fuerza. Ambos tienen dos caracteres comunes: 1) la utilización sistemática de la mentira para ocultar la verdad de los hechos, sustituyéndola por un relato que adopta a veces formas sutiles como es la sustitución de los hechos por opiniones, con lo que la realidad objetiva deja de existir; 2) el desprecio permanente por la ley, que resulta letal para la democracia, dado que esta es en esencia un sistema jurídico, es decir, un sistema expresado en leyes y encarnado en instituciones.

De ahí que debamos denunciar siempre la mentira y la burla de la ley, que suelen ir unidas. La deslealtad constitucional que ambas comportan no debe ser tolerada, aunque los populistas apelen, para justificarse, a grandes ideales, o busquen, para defenderse, la confrontación abierta. El silencio ante estos abusos –en especial, “el silencio de los cultos” del que habla Víctor Klemperer en La lengua del Tercer Reich– es uno de los grandes responsables de la actual crisis de la democracia. Que al menos seamos capaces de decir en público lo mismo que decimos en privado. Sobre todo, acerca de lo que está pasando en casa. Y de votar en consecuencia.

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