Nos hemos hartado todos de
ver películas de veteranos de Vietnam, y –cosas de la geopolítica de la ficción– tenemos menos interiorizado el drama de los que volvían de las guerras de Cuba y Filipinas, entre ellos muchos catalanes. Por eso es de elogiar que el TNC reabra su Sala Gran –cerrada desde marzo– con L’hèroe de Santiago Rusiñol, cuyo protagonista vuelve de Filipinas con el título oficial de héroe.
Rusiñol, nacido en una familia de industriales textiles, fue sin embargo un iconoclasta que se atrevía tanto con los Jocs Florals, los botiguers o, en este caso, con el nacionalismo que enviaba a los jóvenes al matadero. El jueves por la noche, la consellera Àngels Ponsa se reía a gusto –como todos– con los “¡viva España!” con que el protagonista y su coro de autoridades de pandereta enardecen a la multitud (“Pobrets! El poble, amb dos crits de viva Espanya! el tinc meu”). Un pueblo que quiere erigirle una estatua ecuestre “esclafant un filipino”... La feroz crítica de la obra va más allá de los colores de la bandera y es un torpedo contra todos aquellos que utilizan el instinto patriótico para domeñar a la gente. El denominado héroe de Pampanga –provincia filipina, capital San Fernando– es una bestia que babea sangre, ha matado y violado a discreción y, a su vuelta, se cree con el derecho de disponer de la fábrica familiar y de cuanta atractiva mujer se le aproxime. Su título de héroe le da patente de corso.
La mitología nos debería hacer sospechar de cualquiera que se arrogue el papel de héroe, pues este es un semidiós que, pese a su superioridad con respecto a los mortales, se rebaja a ayudarnos en nuestros problemas. En EE.UU. existe la Real Life Super Hero, una pandilla de gente disfrazada que combate el crimen, así como en Francia hay un Captain Ozone o, en Italia, se ha visto a un Hombre Insecto actuando en las calles de Nápoles.
Vienen tiempos de elecciones y, más que a aquel que desempeñe un papel heroico, uno se sentirá atraído por aquellos que parezcan más serios, trabajadores y eficaces para que baje el paro juvenil, se reparta riqueza, se garanticen servicios públicos y se creen condiciones de desarrollo para generaciones futuras. “Una vida lo más rutinaria posible” sería un eslogan que garantizaría mi voto, porque ya nos encargamos nosotros –y nuestros allegados– de complicarnos la vida, no hace falta que ningún político nos lo ponga más difícil.
“Enséñame un héroe y te enseñaré una tragedia”, dijo F. Scott Fitzgerald. Es eso.