Me aburre la política como me cansa el verano. ¡Ni pensar en el ferragosto !, como diría Terenci Moix, de quien nunca entendí cómo, tan cansado del calor, podía resistir Egipto. La cosa va in crescendo: a más inoperancia política más calor insoportable. Solo Netflix me conforma. Y el té frío con limón.
De hecho, la única gracia del calor veraniego era que te coincidía con las vacaciones, ahora ni eso. Uno asociaba una cosa a la otra y se hacía más llevadero, pero, en el fondo, el sudor deportivo y bicicletero era pura excusa para la paella posterior. Marsé, cuánta falta nos haría ahora una de tus novelas.
La rectoría de mosén Josep, donde pasábamos el verano, era una maravilla de nevera
Si quiero recordar un verano fresquito, con temperatura de nirvana, tengo que remontarme a mis nueve años. Como siempre, pasábamos un mes viviendo en la rectoría. L’ oncle Josep era el párroco de un pueblito de Lleida y nos acogía con todas sus bendiciones incluidas. De día ayudábamos a la tieta a dar de comer a los conejos; los mismos a los que una tarde, pobres, les quitábamos el pijama previo golpe de nuca hábilmente asestado por mi Neus.
La rectoría era una maravilla de nevera. Paredes de piedra, gruesas, frías, salas donde resonaban los zuecos. Al fondo, al entrar, una despensa que nos parecía la fábrica de Willy Wonka. Llena de conservas. Hileras de botes de cristal, de peras, de melocotón en almíbar, de mermelada de tomate, de carreretes , secallones colgando.
Un pasadizo comunicaba la casa con la iglesia. Tenías que agachar un poco la cabeza y avanzar a oscuras unos metros hasta llegar al coro. Allí arriba, sentada, miraba el pantocrátor fresca como una lechuga. Frío, frío hermoso y reconfortante mientras afuera el sol quemaba hasta oxidar las latas gigantes de aceitunas donde mi tía plantaba geranios.
Amo la terra ferma . Por eso me duele lo que le está ocurriendo, lo de ahora y lo de antes. No me refiero a la despoblación o al confinamiento, que también, sino al refuerzo político que merecen y no tienen. Y añoro las noches estrelladas en esa terraza, la del reclinatorio, porque creías que ahí acababa el mundo.
“Odio l’estate…”, cantaba Bruno Martino, al que siempre imagino al lado de un vaso gigante de granizado de limón. El hombre odiaba el verano porque le recordaba un amor truncado. Supongo que, tras beber su último trago, le salió la estrofa donde vuelve el invierno y, con él, por fin, algo de paz. “Tornerà un altro inverno / Cadranno mille petali di rose/ La neve coprirà tutte le cose / e il cuore un po’di pace tornerà”.