Lo sagrado y lo profano

Lo sagrado y lo profano

El panteón de las leyendas del rock and roll está ya casi completo. Jerry Lee Lewis sigue entre los vivos, pero Buddy Holly murió en 1959; Elvis Presley, en 1977; Chuck Berry, en el 2017... Y Little Richard, el más desenfrenado y explosivo de todos ellos, nos dejó hace un par de semanas. De él voy a hablar aquí. Aunque no de sus canciones –Tutti Frutti, Lucille, Slippin and Slidin ...–, sino de su vida extremada y discontinua.

Little Richard dijo en una ocasión que si Elvis era el rey del rock, él era la reina. Aludía así a su condición gay y, por extensión, a su pansexualidad desparramada. De pequeño quiso ser predicador. Pero a inicios de los años 50 actuaba ya junto a strippers, cómicos y drag queens . Él mismo se travistió y cantó con el modesto nombre artístico de Princess Lavonne. Y cuando actuaba como Little Richard lo hacía con vestuario tipo árbol de Navidad, melena cardada y kilos de maquillaje. De esta guisa estrafalaria llevaba a las audiencias al frenesí, incluidas las más formales.

Hasta que un día de 1962, siendo ya una estrella, pero temiendo estar condenándose, interrumpió de golpe un concierto en Sidney y anunció: “Dejo el ‘show business’ y vuelvo a Dios”. Al poco se puso a estudiar teología y a continuación se enroló en un grupo evangelista para predicar la buena nueva. Adiós, rock and roll. Transcurrió un tiempo y retornó a la carretera y, de paso, al alcohol, las drogas y las orgías. Hola, rock and roll. Y en los 70 volvió a la fe, a la venta de biblias, a cantar Gospel y a oficiar en bodas y funerales (los de Wilson Pickett e Ike Turner, por ejemplo). Todo ello, antes de cambiar de nuevo y regresar a los escenarios –a veces con muletas– hasta bien entrado el siglo XXI.

¿Cómo se explican estas oscilaciones de un extremo a otro? En el caso de Little Richard había antecedentes familiares. Su padre era, a un tiempo, diácono en la parroquia adventista y propietario de un antro que servía whisky bajo mano en los años de la prohibición. Esa sería una explicación. Otra, aportada por la bailarina de striptease Audrey Robinson, con la que mantuvo una relación de medio siglo, era más sencilla: “Little Richard está loco. No digo que sufra una grave patología o que sea malo. Solo que está un poco loco”.

Pero no podemos excluir que tanto vaivén tuviera otras causas. Aún siendo conceptos antagónicos, lo sagrado y lo profano son dos querencias humanas. Es cierto que, normalmente, los devotos no son irreverentes. Y que los profanos solo ven la Biblia en la mesilla de noche del hotel. Lo cual, en un caso y en otro, es previsible y carece de interés. En cambio, Little Richard demostró que el temor de Dios no es incompatible con la práctica de un libertinaje sin tapujos. Ni este libertinaje lo es con el temor de Dios. Lo cual nos abre un sugerente abanico de posibilidades y da que pensar. Pero eso, llegado el caso, ya sería cosa del amable lector.

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