La ventana indiscreta

La ventana indiscreta

En las azoteas que se vislumbran desde mi terraza he visto estos 50 días de confinamiento cosas que no había observado nunca. En la cita de las ocho de la tarde se abren ventanas y balcones para el ritual aplauso en apoyo del personal sanitario y todos aquellos que han mantenido los servicios mínimos para que los demás pudiéramos sobrevivir al estado de alarma.

Con vecinos de edificios adyacentes ya nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida a pesar de que no sé cómo se ­llaman ni quiénes son. En un balcón de unos cuatro metros enfrente de casa sale un señor a media tarde con sombrero blanco y camina rápido, parece que para hacer unos ­kiló- ­metros. Más allá, dos individuos practican el boxeo con el habitual ritmo pugilístico, otros juegan a tenis de mesa y siempre sale la misma señora para regar las plantas al caer la tarde.

El proteger a los más frágiles no debería convertirse en un descarte por razón de la edad

Me ha venido a la mente aquella espléndida película de Alfred Hitchcock, La ventana indiscreta , estrenada en 1954 con la estelar intervención de James Stewart y Grace Kelly. Por fortuna no han desfilado crímenes ni muertos enterrados en ningún jardín, sino la vida ordinaria de mucha gente que mirábamos a la calle con nostalgia de los tiempos del bullicio y la densa contaminación.

Contemplar Barcelona acariciada con el sol de poniente, clara y limpia, parecía una estampa de las primaveras en Sicilia o en las islas griegas. El silencio de las ruedas fabricaba claridad y las escasas voces de humanos llegaban nítidas a los pisos altos. Es posible tener una ciudad más habitable aunque habrá que inventar maneras más soportables que el obligado confinamiento de la mayoría.

He pensado que la reclusión voluntaria no ha sido tanto porque Pedro Sánchez ha dictado un estado de alarma sino porque el miedo a no contagiar o ser contagiado se ha ­apoderado de la atmósfera vital de todos los vecindarios. Los de aquí y los de cualquier parte del mundo, también de los municipios como en el que nací, cuyo alcalde envía recomendaciones sensatas por móvil sobre lo que se puede o no se puede hacer. Pero como es provincia de Lleida y se considera que mi casa es segunda residencia, resulta que no sé cuándo podré cuidar el huerto o andar sin rumbo por los campos cubiertos de trigales y árboles floridos.

La entrevista al gran actor Josep Maria Pou, publicada en este diario el domingo, me hizo reflexionar. El titular decía: “Este virus me ha hecho darme cuenta por primera vez de mi edad”. Dice Pou que lee esta pandemia como “una hostia de la naturaleza por habernos creído dioses”.

He consultado las célebres Conversa­ciones con Goethe , de J.P. Eckermann, en las que el poeta romántico alemán, desde su ­casa ajardinada de Weimar, cuenta que “la naturaleza no entiende de bromas: siempre es veraz, siempre es seria, siempre es severa. Ella siempre tiene razón, mientras que los fallos y errores tenemos que atribuírselos en todo momento al hombre. La naturaleza desprecia a todo aquel que no esté a su ­altura”.

El coronavirus, al margen de su procedencia y de las derivadas políticas, económicas y sociales que ya han fabricado una gran crisis, nos ha marcado las pautas de conducta. Hemos sido clasificados por edades y por nuestro historial médico particular. Las franjas horarias para pisar las calles con ciertas limitaciones responden al llamado factor de riesgo, aquel estado en el que según los epidemiológicos es toda circunstancia o situación que aumente las probabilidades de una persona de contraer una enfermedad o cualquier contingencia que afecte a la propia salud y a la de los demás.

Desde la ventana indiscreta que cada uno administra como le parece hemos visto ­desfilar eufóricos y desatados a los depor­tistas por la mañana, de 6 h a 10 h. Luego hemos entrado los del factor de riesgo, de 70 años para arriba, que caminamos más tranquilos perfectamente tapados con masca­rillas y ­observando las distancias reglamentarias, de 10 h a 12 h. A continuación, desde el me­diodía hasta las 18 h, son las horas de las familias, los de factor de riesgo reapare­cemos de 19 h a 20 h y cierran el ciclo los de salud más robusta hasta las 23 h, en plena ­noche. Una fragmentación horaria y por edades que ­incorpora una cierta visión darwinista de la vida.

El virus ha implantado también la distancia social, un concepto que me parece muy frágil porque debería ser más bien distancia física. El lenguaje marca siempre las tendencias. Los políticos de todos los signos han comprado las ideas que suministran las grandes bases de datos y gestionan a su conveniencia aquellos aspectos humanos más delicados, como son la seguridad y la salud aun a costa de recortar libertades y autonomía. A lo que hasta ahora era seguridad para limitar libertades hoy se suma la sanidad ­individual y colectiva.

Josep Pla decía que lo que más le preocupaba al final de sus días era no caerse escaleras abajo y no pasar frío en la cama. Ser un factor de riesgo no debería comportar un descarte por el hecho de arrastrar los achaques propios de la edad. Es también una cuestión de dignidad mientras no se perjudique la salud de los demás.

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