Encerrado (algo menos) con los comanches

Encerrado (algo menos) con los comanches

Mi amigo Albert Palay, bibliófilo y hombre de buen gusto (lo que suele coincidir), me hace llegar un libro de investigación apasionante – Empire of the summer moon , del tejano S.C. Gwynne– que consigue aliviarme por unas horas del cautiverio. Se trata de una historia sobre el auge y caída de los comanches que relata también el secuestro de Cynthia Parker por parte de guerreros de esa tribu, y de cómo esta se convirtió en esposa de uno de sus grandes jefes y madre de sus hijos. En él aparecen los antecedentes de personajes que inspirarían algunos de los arquetipos del western: el ranger de Texas Jack Hays, uno de los pistoleros más temidos por los comanches y por los mexicanos, del que se decía que antes de él la gente iba a pie y armada con un rifle, y después a caballo y portando un colt de seis tiros; Roland Mackenzie, el militar que destruiría a los comanches en acciones genocidas que le valieron la promoción a general de brigada con tan sólo 24 años, o el cazador de búfalos Tom Nixon, que se dedicaba más al exterminio que a la caza y que mató a 3.200 de ellos en sólo 35 días, revelándose como un factor más letal que la caballería y la propagación intencionada de la viruela para las tribus indias. Ya saben, el hombre como pandemia para el hombre.

Pero el personaje que retener es James Parker, tío de Cynthia, que emprendió su búsqueda recorriendo más de 5.000 millas a lo largo de ocho años, la mayor parte de ellas cabalgando en solitario. Parker era un tipo especial, ambicioso, violento, de moralidad dudosa y plagado de contradicciones: llegó a ser un ciudadano prominente, pero fue acusado varias veces de asesinato, falsificación, estafa, embriaguez y robo de caballos. Le expulsaron de dos iglesias por mentiroso y borracho y, sin embargo, fue elegido por sus vecinos (quizá para perderle de vista) como uno de los primeros rangers de Texas. Luego se dedicó a los negocios con éxito notable, y acabó siendo propietario de miles de acres de tierra. Tan sólo alguien así era capaz de emprender una odisea de esas características.

Una tragedia que es a la vez un poema sobre la necesidad de un refugio frente al horror interior

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Michael Nicholson / Getty

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A estas alturas, ya habrán caído en que este Parker es el antecedente directo del Ethan Edwards que interpreta John Wayne en la mítica Centauros del desierto del gran John Ford, uno de los mejores westerns de la historia (el favorito de Scorsese y Spielberg, por ejemplo), que muestra un drama extraño e inquietante valiéndose de los tópicos del género: las grandes llanuras, el cielo demoledoramente azul y el paisaje icónico de Monument Valley, al norte de Arizona. En ella Wayne vuelve a ser el jinete solitario que llega al hogar de su hermano sin más patrimonio que su revólver y su caballo y sin que nadie sepa de dónde viene: el tipo de justiciero que desaparecerá también cuando mueran los indios y los bisontes.

La sobrina de Ethan, Debbie, es raptada por el comanche Scar (cicatriz), que, tras asesinar a su familia, la viola y convierte en su esposa. Sólo Ethan, auxiliado por un joven mestizo, asume durante largos años la tarea de hallarla, aunque Ford enve­nene al espectador con la duda de si lo hace para ­rescatarla o si su búsqueda está ins­pirada menos por el amor que por un deseo ob­sesivo de meterle una bala en la cabeza, ­debido a que se trata de una criatura racial y se­xualmente contaminada. Una tragedia, en fin, sobre vidas errantes que es a la vez un poema sobre el desarraigo y la necesidad de un refugio frente al horror interior en el que John Ford se pregunta por el vacío de la existencia, el origen del odio y la vileza del racismo, sin dar con una respuesta que nos libere de un profundo sentimiento de de­solación.

Finalmente, Ethan rescata a Debbie y, aunque parece que vaya a matarla, la restituye a lo que queda de su hogar y la reinserta en una civilización que no parece menos brutal que la de los comanches de Scar. Pese al mensaje final de esperanza que intenta la película, el personaje que interpreta Wayne seguirá siendo el paradigma de la sed de venganza, el segregacionismo y la violencia. De ahí la memorable secuencia final, un hito en la historia del cine, en la que todos los personajes van ­entrando en la casa y sólo ­Ethan queda fuera, con la inmensidad del Oeste a sus espaldas y enmarcado en negro, cuando la felicidad y la soledad quedan separadas tan sólo por el umbral de una puerta. La historia es la de tantas otras obras maestras posteriores – T axidriver o El cazador , sin ir más lejos–, en las que un hombre obsesionado busca a alguien que ha caído en garras de extraños. Pero cuando lo encuentra, aquel a quien buscaba no ­desea ser rescatado, porque tal vez está mejor en compañía de lobos que con la gente decente.

Además de todo eso, y por si fuera poco, Centauros del desierto es un canto a los grandes espacios abiertos, al vértigo de cabalgar ligero hacia el horizonte, al asumir riesgos cuando la causa lo merece y al pleno ejercicio de una libertad que es –a Ford no le cabía duda y a los sensatos suecos tampoco– un bien más precioso que cualquier rancho bien cercado.

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