El lado bueno del confinamiento

P ara los que no hemos caído enfermos ni hemos perdido el empleo, el confinamiento no deja de tener aspectos positivos. No sólo nos ha enseñado que la ciencia y los expertos tienen más cosas que decirnos de lo que pensábamos o que se puede hacer ejercicio sin salir a la calle (en mi caso, subiendo y bajando como un bobo los ciento cuarenta y cinco peldaños del edificio en el que vivo, un deporte saludable, barato y aburridísimo). También nos ha traído novedades que pueden marcar el futuro.

Se me ocurren, por lo menos, dos. La primera es el curso intensivo en el aprovechamiento de internet que nos ha impuesto. La conexión a la red, a los que la tenemos, que aquí afortunadamente somos la mayoría, no sólo nos está ayudando a soportar el aislamiento y a mantenernos en contacto con parientes y amigos, sino que nos está empujando a explorar posibilidades que desconocíamos o que no utilizábamos en un grado suficiente.

Estos meses de reclusión han impuesto un alto el fuego de facto en numerosos conflictos

El teletrabajo, que antes era apenas una idea un poco excéntrica o una excusa para hacer el vago, se ha convertido en una realidad para una buena parte de la población activa. Hay cosas que no se pueden hacer desde casa (empastar una muela o montar el motor de un coche, por ejemplo), pero en la actual sociedad de servicios hay muchas que sí, y con una productividad similar a la del trabajo presencial. Para las empresas, el teletrabajo puede traducirse en menores costes de alquiler, de consumo eléctrico, de limpieza de oficinas, etcétera. Para los trabajadores, en un ahorro considerable de tiempo y de gastos de desplazamiento. Y, para el conjunto de la sociedad, en menos tráfico, menos contaminación y menos presión sobre el mercado de alquiler, ya que la gente podrá vivir más lejos de la empresa en la que trabaje.

Las reuniones telemáticas también eran una opción poco explorada: la inercia y una cierta resistencia al cambio nos impedían explotarla a fondo. Ahora todo el mundo ha visto que, para intercambiar opiniones con colegas de tres, cinco o diecisiete lugares diferentes no es preciso desplazarse. Se puede hacer desde casa o desde la oficina a través de Skype o de cualquier otro programa. Es cierto que nada sustituye al contacto directo. A menudo las mejores ideas no surgen en torno a la mesa de trabajo sino en conversaciones informales a la hora del café o de comer. Pero la reunión telemática es una posibilidad intermedia ­entre la conversación telefónica y el viaje profesional, y en muchos casos puede ser la opción con la mejor relación coste-beneficio.

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AHMAD AL-RUBAYE / AFP

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¿Y qué decir de las posibilidades educativas de la red? El modelo corriente consiste en lecciones presenciales y ejercicios, trabajos o deberes que los alumnos deben hacer en casa. Ahora se comienza a pensar que tal vez sea mejor lo contrario: una lección magistral telemática, que el estudiante podrá ver tantas veces como quiera en casa, a la hora que le convenga, y los ejercicios, prácticas, trabajos, etcétera, en grupos dirigidos por un profesor, de forma presencial. ¿No puede ser un modelo más provechoso, en muchos casos?

Más cosas: sesiones de yoga y consultas médicas por videoconferencia, comercio electrónico, acceso telemático a las cuentas bancarias, seminarios y conferencias digitales... Todo esto ya era habitual para los más avezados. La diferencia es que ahora, con el confinamiento, muchos de los que se resistían –personas mayores, sobre todo– o que no habían sentido necesidad de aprender no han tenido más remedio que hacerlo, y que esto les ha empujado a explorar otras posibilidades. Ya se sabe: dale a un hombre pescado y al día siguiente te pedirá más; enséñale a utilizar internet y no te dará más la lata en tres semanas.

La segunda novedad inesperada que la pandemia nos ha traído es de un orden muy diferente: estos meses de reclusión para combatir el virus han impuesto un alto el fuego de facto en numerosos conflictos civiles e internacionales. Blaise Pascal escribió que una buena parte de los problemas del hombre vienen de la incapacidad de quedarse tranquilamente en casa. No sé si esto se puede aplicar a todas las complicaciones del mundo actual, pero sí, sin duda, a los conflictos armados. Si los combatientes no salen de su casa, no hay guerra que valga.

Durante las últimas semanas, se ha observado un descenso de la actividad bélica en Siria. En Irak, las milicias chiíes han suspendido los ataques a las tropas estadounidenses. Grupos insurgentes de Camerún, de Sudán del Sur, de Filipinas, de Birmania y de Colombia han declarado una tregua humanitaria por la pandemia. El fenómeno es tan amplio y tan lógico, dada la dificultad de continuar luchando en las condiciones actuales –entre otras razones por los problemas en las líneas de aprovisionamiento–, que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas está trabajando para reflejarlo en una resolución de ambición universal.

Los miembros del Consejo aún no se han puesto de acuerdo –entre otros motivos por la insistencia norteamericana hasta hace poco de hablar del “virus de Wuhan”, lo que como es lógico no gusta a los negociadores chinos–, pero hay que confiar en que pronto lo harán y que el peso de la diplomacia y la fuerza de las circunstancias conseguirán que estas treguas dispersas se conviertan en un alto el fuego mundial. La duración quizá sea efímera, porque la naturaleza humana es la que es, pero quién sabe, es posible que en algunos casos las partes en conflicto prefieran no volver a las armas. Hay cosas que, cuando se detienen, cuesta mucho volver a ponerlas en marcha.

Tanto hablar de la guerra contra el virus y tal vez acabaremos hablando de la paz de la pandemia. Tampoco sería un mal regalo, ¿verdad?

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