No es muy conveniente apesadumbrarse pensando en cómo hemos podido acabar así, atrapados en casa, en lo que es sin duda la mayor privación de libertad colectiva de la historia, sin apenas musitar una queja. Ni siquiera en cómo el Tribunal Supremo, en estas amargas circunstancias, se ve con humor de amenazar a quienes decreten medidas humanitarias de emergencia, como el confinamiento de los presos no peligrosos en sus domicilios. Ya vendrá el tiempo de analizar todo esto con mayor frialdad.
Es mucho mejor, y más saludable, escuchar de nuevo a Leonard Cohen y recordar que siempre estuvo a nuestro lado. En esto tanto da tener 19 como 99 años, sólo hace falta una concepción adulta del amor, el sexo, la felicidad, la soledad y la muerte. En fin, ya saben: cosas de alguna utilidad en cualquier momento de la vida. Cohen nos dejó en el 2016, y lo hizo como había vivido: componiendo canciones memorables y recordando con un cierto tono autoirónico a la legión de bellas amantes con las que compartió, sin ataduras ni reproches, parte de su tiempo. Judy Collins, Janis Joplin, Marianne Ihlen, Rebecca De Mornay o, incluso, la misteriosa Nico, que pululaba en el entorno de Lou Reed en los tiempos de la Velvet Underground y que rodó en España un curioso anuncio para un coñac local. A ella, Cohen, que no era un poeta del amor sino del erotismo en su versión más trascendente, le dice que “[el esquimal] se quedó helado cuando el viento se llevó tu ropa (…) pero tú que estás tan a gusto en tu ventisca de hielo, por favor, déjame entrar en la tormenta”. Además, Cohen, como toda la gente seria de verdad, era un tipo con humor. Al recoger el premio al mejor vocalista de Canadá, cuyas cuitas identitarias le traían al fresco, soltó con
su voz profunda: “Sólo aquí podían darle el premio al mejor vocalista
a alguien con una voz como la mía”.
Su voz me ha acompañado toda la vida, en la soledad y durante cualquier amorío, real o imaginario
En realidad, lo que quise durante toda mi vida era ser Leonard Cohen y, si llegaba el caso de tener que despedirme, hacerlo como él con la emocionante The goal , de su disco póstumo del 2019 Thanks for the dance : “Nadie a quien seguir y nada que enseñar, sólo que la meta está fuera de alcance”. Y eso sin quitarme nunca el sombrero fedora ni contar en mi book con una sola foto en la que no se me viera elegante. Aunque lo de despedirse no formara del todo parte de los planes del sarcástico octogenario que, cuando le preguntaron por el verso “estoy listo, Señor” de You want it darker , respondió: “Dije que estaba listo para morir, pero creo que estaba exagerando. En realidad, pienso vivir para siempre”. De hecho, llegué incluso a disfrutar vicariamente de sus invitaciones a la lujuria: bastaba con poner sus canciones en el lugar y el momento apropiados para que todo fuera como una seda. Imaginen, pues, cómo le iba a él.
La primera noticia de Cohen me llegó de la voz de Àngel Casas (uno del puñado de héroes solitarios que fumaban a lo largo de la carretera que salvó a mi generación de no enterarse de nada de lo que se cocía en la música de aquellos años), en el programa Trotadiscos de Radio Barcelona, cuando glosaba con erudición envidiable el disco Songs from a room . Allí estaban las claves que me iban a acompañar toda la vida, tanto en la soledad como durante cualquier amorío, real o imaginario: desde Bird on a wire (el My way de los rockeros) hasta Tonight will be fine , un fogonazo de luz cálida capaz de atravesar el corazón. Ya lo decía Kurt Cobain en Pennyroyal tea : “Dame el más allá de Leonard Cohen”. Fui a comprar el disco en cuanto pude, obviamente a Castelló, en la calle Tallers, y corrí a escucharlo en un tocadiscos Cosmo de maleta, mi más preciada posesión.
En octubre de 1974, Cohen cantó por primera vez en Barcelona, en el Palau de la Música, redimiéndolo para siempre de algunos de los fúnebres figurones locales que después lo parasitaron. Estaba previsto un único concierto y muchos nos quedamos en la calle, pero él, como un señor, ofreció un bis al día siguiente, el sábado al mediodía, apenas con tiempo para llegar al de Madrid de aquella misma noche. Fue una cortesía que nunca he podido olvidar. Era el mismo año del lanzamiento de New skin for the old ceremony , que contiene una de sus canciones más icónicas, Chelsea Hotel #2 , en la que relata su fugaz aventura sexual con Janis Joplin, que le dice ni más ni menos: “Prefiero los hombres guapos, pero contigo haré una excepción”, a lo que Cohen responde, agradecido pero un tanto mosca: “Te recuerdo muy bien en el hotel Chelsea… eso es todo, ni siquiera pienso en ti muy a menudo”.
Más tarde vino Hallelujah , una canción que alcanzaría su éxito definitivo en la voz de otro, el inolvidable Jeff Buckley, y que se puede oír tanto en un bautizo, como en una boda o un entierro. Nada más apropiado para estos momentos: “Me tienes cantando, a pesar de que el mundo se ha ido, me tienes pensando que debería continuar, me tienes cantando a pesar de que todo salió mal, me tienes cantando Hallelujah”. ¿A alguien se le ocurre algo mejor que decir?