Europa, espejo roto

Europa, espejo roto

Incluso para los europeístas convencidos, cada día es más difícil no ver con escepticismo el futuro de una Europa política donde se van agrietando los valores de libertad, igualdad, dignidad, progreso y bienestar. De hecho, el Viejo Continente, sobre todo en la segunda mitad del siglo XX, terminada la Segunda Guerra Mundial, comenzó un camino que ofrecía a los ciudadanos europeos una garantía de democracia y justicia que hoy empieza a mostrarse desdibujado. Europa era un valor en sí misma, pero actualmente vive una situación de anemia que la va debilitando lentamente.

El Brexit, que ha supuesto la salida del Reino Unido de la Unión Europea, es un mal augurio. Que uno de los grandes estados se desentienda del proyecto común europeo sólo puede ser interpretado como una debilidad y abre la puerta a que otros países identifiquen la UE más como un problema que como una solución. El auge de la extrema derecha y del populismo en la gran mayoría de estados es un síntoma peligroso porque, buscando respuestas sencillas a preguntas complejas, acaba siendo muy fácil llegar a la conclusión de que la culpa es de Europa.

Con la crisis global provocada por el coronavirus, nadie piensa en Europa como solución

Además, Europa tiene una dificultad añadida, que se manifiesta con más intensidad que en el resto de continentes: el envejecimiento de la población. Una tasa de natalidad estancada a la baja hace presagiar cambios importantes en los modelos de Estado de bienestar que hemos conocido y que son la marca distintiva de una sociedad comprometida con la igualdad. Cuando los presupuestos de muchos de los países tengan que orientarse a priorizar el gasto en pensiones, en sanidad y en atención a la dependencia, los estados tenderán a ser percibidos como instrumentos más limitados en su acción. Y en la medida en que la Unión Europea es un club de estados, este club tendrá miembros cada vez más frágiles y más vulnerables a las crisis económicas.

Un ejemplo actual de la distancia que hay entre las instituciones europeas y la realidad cotidiana de la gente lo tenemos con la crisis global que está provocando el coronavirus, donde ningún ciudadano piensa en Europa como solución. Es cierto que en este problema de alcance mundial la UE tiene mucho que decir en materia económica y de circulación de personas y bienes, pero quien está en el punto de mira son los estados.

Desde hace ya algunos años, Europa se muestra incapaz de dar una respuesta coherente con los valores que representa. Lo hemos visto con la crisis de los refugiados, que ha dejado decenas de miles de muertos en el mar Mediterráneo. La protección de las fronteras y hacer políticas defensivas y a la defensiva han mostrado una Europa que un día predica concordia y fraternidad y al día siguiente niega la oportunidad a tener un futuro mejor a aquellos que huyen de la guerra y la miseria.

Imágenes y mensajes como los que hemos visto y oído estos días con las personas migrantes, sirias y afganas, que llegan a la frontera de Grecia a través de Turquía, tiran por la borda todos los esfuerzos para presentar la Unión Europea como un proyecto político con valores positivos. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, ha alabado la labor de las autoridades griegas, con el ejército al frente, dando “gracias por ser el escudo de Europa”, y ha mirado hacia otro lado cuando se ha disparado a los refugiados con fuego real y se ha agredido a miembros de entidades no gubernamentales y a periodistas que informaban. Mensajes como este o como el del presidente del Consejo Europeo, Charles Michel, hasta hace poco primer ministro belga, hablando de proteger fronteras y no de proponer medidas para atacar la raíz del problema, son agua de mayo para hacer brotar y florecer los discursos de extrema derecha. Sin ir más lejos, el recién elegido primer ministro griego, Kiriakos Mitsotakis, que ha hecho bandera contra el derecho de asilo, ha conseguido aglutinar el voto de la ultraderecha que en elecciones anteriores votaba al partido Aurora Dorada.

Y en plena emergencia climática, la Comisión Europea acaba de dar un mensaje que choca con las inquietudes de cada vez más ciudadanos. La UE ha decidido aplazar la decisión sobre el recorte de emisiones de CO2prevista para el 2030. Ahora, bajo el eufemismo de “compromiso de neutralidad climática” se propone que en el 2050 se hayan recortado el 50% de las emisiones respecto a las cifras de 1990. Ciertamente, es un objetivo que conjuga bien poco con el concepto de emergencia si han de ser necesarios sesenta años para reducir la contaminación a la mitad.

Cosas como estas son las que devalúan la idea de Europa. Todavía hoy, ser europeo es un signo de compromiso con un conjunto de valores y principios. Pero ponerse de perfil o a la defensiva ante la crisis humanitaria de los refugiados o ante la crisis climática abre una distancia emocional abismal con las aspiraciones y las inquietudes de una buena parte de las generaciones más jóvenes y de las que ya no lo son tanto. Cuando Europa se mira al espejo, cada vez se gusta menos y, tomando decisiones desconectadas de los valores de la sociedad que representa, va camino de convertirse en un espejo roto donde será difícil poderse reconocer.

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