El pedagogo Francesco Tonucci, ya en el año 1991 en La ciudad de los niños , nos advertía de la pérdida de libertad, imprescindible para fortalecer el carácter de los niños y adquirir un espíritu autónomo y soberano, que conllevaba la desaparición de la calle como espacio de encuentro y de juego. Si hay niños y gente que caminan, se frena la circulación de coches, hay más confianza entre la gente, y es una manera bien saludable de luchar contra la obesidad infantil.
Durante todos estos años se han desarrollado propuestas en esta línea, algunas como los caminos escolares (¿qué ha pasado con ellos?) para que los niños fueran a la escuela, y aprendieran a vigilar, y a responsabilizarse ante los riesgos, y poder vivir la ciudad sin miedo.
Hoy hay entre la población más sensibilidad, tanto en los aspectos ambientales (todavía hay muchos barrios que sobrepasan los límites de contaminación admitidos) como en la lucha por la seguridad en la calle (la muerte de un niño a la salida de una escuela levantó todas las alarmas).
Celebro el plan presentado por el Ayuntamiento, que se desarrollará hasta el 2023, para idear entornos seguros y saludables alrededor de las escuelas: ampliación de las aceras, supresión de carriles, reducción de velocidad. Es necesario avanzar en esta línea, como también se está haciendo en otras ciudades: más peatonalizaciones, más superislas, más pacificación del tránsito, etcétera (dicen los expertos que son los obstáculos físicos lo que obliga a los conductores a reducir la velocidad mejor que las multas). Pero también, al lado de todas estas medidas, remodelemos los parques para que los niños puedan tocar la arena y el agua, con elementos naturales accesibles que los acerquen a una naturaleza de la que cada día están más lejos, y donde se puedan mover sin el control de los adultos. Y así alejaremos a los padres de los miedos innecesarios.
Dice Tonucci que la presencia de niños en las calles es un buen indicador de ciudades seguras y ambientalmente sostenibles, y yo añadiría de vitalidad y alegría. La paradoja es que hace treinta años los niños de ocho y nueve años acostumbraban a ir solos a la escuela y ahora no, cuando, por lo general, según las estadísticas, las ciudades son hoy más seguras que antes.