Warren Buffett y el papel de fumar

Ya casi no es posible conversar. Para que hoy se produzca una conversación profunda, sincera, amable y humana, deben darse muchísimas condiciones. La principal: una enorme libertad y respeto entre quienes hablan y de lo que se habla y, como clima en el que debe generarse la conversación, ­debe existir algo cada vez más escaso: la con­fianza.

Tanto si la conversación es pública como si es privada, y muy especialmente en el primer caso, hemos introducido tantas cortapisas, tantos filtros de lo que debe ser políticamente correcto, que toda reflexión debe saltar demasiadas vallas, sortear ­muchísimas normas nuevas, y ha de añadir las imposiciones de los nuevos grupos de presión y de poder a las convenciones ya conocidas.

No estamos hablando de las conver­saciones monólogo, aquellas en las que ­dialogan dos sordos. Tampoco de aquellas que son una emisión de mensajes entre un líder fanático y su público más o menos ­fanatizado. Pensamos aquí en ese ejercicio esencial de lo que es propio de una persona completa: contar, explicar cosas sin miedo. Contarlas con respeto, con ilusión, con ­lealtad, con interés, con prudencia.

Hoy ocurre todo por muchas razones, pero por una especialmente importante: tenemos la piel muy fina. Porque nos falta la solidez que construye, a lo largo de una vida educada, leer buenos libros, tener buenas conversaciones, ver películas más allá de aquellas en las que sólo hay explosiones.

Hace falta leer más. ¿Por qué? Para recuperar conversaciones esenciales. La del autor consigo mismo. La del texto con el lector. La de una verdad en contacto con el mundo.

Virginia Woolf dijo en un texto iluminador: “A veces he soñado que cuando llegue el día del Juicio y los grandes conquistadores y abogados y estadistas vayan a recibir sus recompensas –sus coronas, sus laureles, sus nombres grabados indele­blemente en mármol imperecedero–, el Todopoderoso se volverá hacia Pedro y le dirá, no sin cierta envidia, cuando nos vea llegar con nuestros libros bajo el brazo: ‘Mira, esos no necesitan recompensa. No tenemos nada que darles. Han amado la lectura’”.

Leemos para ver que nuestra infancia, por pobre que haya sido, no lo será más que la del joven Albert Camus –en ese entonces futuro premio Nobel– descrita en El primer hombre. Leemos Una pena en observación, de C.S. Lewis, para relativizar nuestro dolor cuando hemos perdido un ser amado.

Leemos El puente sobre el Drina (sí, sí, el que el Papa le recomendó a Évole en la entrevista) cuando nuestra tierra y sus vaivenes tectónicos nos inquietan y nos parecen únicos en la historia.

Leemos La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, cuando nos parece que los hombres no podemos descubrir la ternura de lo femenino en relación con nuestros hijos (en el caso del libro, nietos).

Leemos a Chimamanda Ngozi Adichie cuando queremos entender las nuevas formas de expresar el feminismo.

Leemos porque queremos aprender. Leemos por placer, claro. Porque es una de las razones para vivir más y mejor. Y, entre otros factores de valor añadido, porque necesitamos vivir sin crispación. Leemos ­para vivir más generosamente, para ser no sólo más comprensibles, sino más amables. Leemos para ser más firmes, ­pero más suaves. Mientras el mundo digital nos llena de tantas posibilidades, nos vacía de otras. Porque todos desoímos la máxima de Mies van der Rohe: “Menos es más”.

El mundo es simple y complejo. Debemos tener matices, pero a la vez dejar espacio para la generosidad. Y hoy conversar está repleto de cortafuegos, parece que conversamos de un modo polarizado. Por un lado, están los que son capaces de decir las mayores tonterías con muchísima frecuencia, difusión y capacidad de generar odio. Y, por otro, estamos los tantísimos temerosos de conversar (escamados, tal vez, de los topetazos de la realidad), que apenas decimos nada de verdad; parece que estemos hablando con el manual de compliance memorizado. Dicho en plata: esto es conversar agarrándosela con papel de fumar.

Habrá que introducir elementos de ampliación del campo de conversación para que nuestras conversaciones sean más frecuentes, más sinceras, más honestas, más reales. Y menos encorsetadas.

Mientras todo esto no se produzca, el ­señor Buffett y su poderosa empresa de inversiones deben considerar seriamente, más allá de las acciones de Amazon, in­vertir en las empresas de papel de fumar, porque, visto lo visto, cada día son más ­necesarias.

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