El EI sigue en guerra
Los últimos rescoldos de la batalla todavía humeaban entre la desolación de Baguz, símbolo de la derrota del Estado Islámico (EI). Cadáveres amontonados en la orilla del Éufrates eran el último testigo del califato que prometió conquistar medio mundo en nombre del islam y que sucumbió bajo los fusiles de las milicias kurdo-árabes y las bombas de la coalición internacional.
La derrota del Estado Islámico debería ser un aldabonazo para las apoltronadas conciencias que en junio del 2014 asistieron con indolencia al nacimiento del grupo que hizo temblar medio mundo. Cuando un año después percibieron la magnitud del desafío, ya era demasiado tarde. Abu Bakr al Bagdadi se había convertido en califa e imponía la rama extrema del salafismo sobre diez millones de personas en un territorio equivalente al Reino Unido. Las ejecuciones sumarias y la destrucción de culturas milenarias, incansablemente difundidas a través de las redes, sembraron el terror entre muchos, pero también cautivaron a algunos. El puñado de insensatos occidentales que decidieron sumarse a la barbarie y que no fenecieron en los combates ahora vagan por los campos de detenidos esperando que las organizaciones internacionales decidan sobre su futuro. La mayoría están desprovistos de nacionalidad por sus países de origen y se enfrentan a un futuro incierto, las mujeres y los niños, sobre todo.
El debate que cuestiona su posible reinserción en una sociedad que en su día prometieron destruir es tan legítimo como el que defiende el propósito de enmienda y el arrepentimiento sincero. En ningún caso, sin embargo, debería aplicarse la amnesia general en aras de una piedad que los yihadistas nunca tuvieron con sus víctimas inocentes. Entre otras cosas, porque la lucha contra el integrismo islámico está muy lejos de la victoria final. El nuevo escenario es África y en concreto la región del Sahel, la faja subsahariana donde conviven las redes de contrabandistas y traficantes con la pobreza extrema, el caldo de cultivo ideal para que aniden las versiones extremas del islamismo. Sólo el año pasado casi diez mil personas, la gran mayoría civiles, fueron asesinadas a manos de yihadistas en Burkina Faso, Nigeria, Níger, Chad o Senegal. Repetir ahora el mismo error de indolencia ante la barbarie sería tan imperdonable como sucumbir frente al culto a la muerte que riega de sangre las arenas del desierto.