Luna de papel

Luna de papel

No puedo reprimirme: rescato periódicos abandonados en los asientos de los aviones como pequeños tesoros, objetos animados que a pesar de su galopante delgadez contienen un guion del mundo que se puede tener siempre a mano. Porque un diario no precisa de conexión ni cobertura. No hay que apagarlo en despegues y aterrizajes, no pesa y, bien doblado, cabe en cualquier sitio. Con cuánta salacidad recojo ejemplares intactos que me serán útiles en algún rato muerto; del Financial Times o Le Monde, por ejemplo, que hacen sentir un poco en Londres y otro poco en París, y en un abrir y cerrar de ojos nos permiten atisbar un escenario extranjero, si bien cada vez menos ajeno.

Nunca se me ocurre abandonar un diario impreso por la mañana, pues me reservo alguna parte para recrearme ya que hay crónicas que se merecen un café y columnas que piden a gritos un vaso de vino. “Leo cada día el periódico”, afirman algunas personas mayores, dando fe de que mantienen activas sus facultades, puesto que continuar ojeando sus pá­ginas significa que el presente todavía
les pertenece. Compartir información es una manera de vivir en comunidad e intercambiar puntos de vista, de aprender algo nuevo y recordar algo viejo. No sé si se lee con más atención en papel, pero sí me reconozco en dos tiempos y espacios: el de la pantalla es atropellado, colonizador, mientras que el otro es voluntario, preparado, medida la luz y la temperatura, café con leche sin azúcar.

Hace años que se augura el fin del papel, pero ahí siguen los periódicos, ejerciendo un oficio que exige contrastar la información, cocerla a lo largo de un día –que a veces se alarga a semanas–, y procesarla en todos sus formatos, que intentan entenderse mucho mejor que los taxis y los VTC. Ignoro por qué no se ha inventado el día mundial del Periódico –sí existen, en cambio, el del Periodista, el 8 de septiembre, y el de la Libertad de Prensa, el 3 de mayo–. Habría que instaurarlo a fin de promover que la gente compre al menos uno como gesto ciudadano.

Un periódico impreso resulta un ­objeto del pasado, más incluso que el vinilo para muchos jóvenes. Yo suelo abrirlos por el final, de modo que vislumbro el mundo por detrás. Además, acostumbro a ojear los diarios locales de las ciudades que piso. No es lo mismo leer noticias deslocalizadas que in situ, volcadas en el papel traen la hechura de la provincia. Las hojas de la prensa, con sus maquetas, secciones, columnas, anuncios y cru­cigramas, despliegan una representación del mundo, también del ­íntimo, del propio. Porque los lectores discriminan unas páginas de otras, pero, a pesar de pasarlas rápido y con un chasquido, ­saben que aquellas otras realidades ­existen.

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