Una canción coreana

Una canción coreana

El azar viene a ser como una cantidad de mercurio que cae al suelo, se divide en varias bolitas y cada una de ellas toma impulso hacia un lugar distinto a causa de razones distintas también. Y un relato se escribe, en algunos casos, yendo detrás de todos esos fragmentos diseminados, observando a dónde han ido a parar y contando la relación que hay entre ellos.

Dicho esto, si yo no le hubiese preguntado a mi amiga Maru por un restaurante en su barrio, ella no me habría contado que de camino al aeropuerto Ministro Pistarini –donde yo debía estar a primera hora de la tarde para volar a Chile– había uno llamado Una Canción Coreana del que había oído hablar muy bien, y siendo así yo no se lo habría propuesto a la amiga que me iba a acompañar a Ezeiza, no habríamos ido a almorzar allí y no habríamos ­conocido a su dueña, Anna Chung –que nunca está al mediodía pero justo esa vez sí–, cuya singular historia conocimos gracias a la información que precede a la suculenta y sabrosa carta del lugar, donde se cuenta que Anna es soprano, que pro­tagonizó una obra de teatro y un documental que le dieron el nombre para el restaurante.

Y es verdad que de no haber leído esos textos antes de dedicarnos a la carta propiamente dicha no habríamos podido pedirle a Anna que nos cantara alguna canción y, por lo tanto, Anna no habría accedido, como en efecto hizo, y no nos habría invitado a pasar a la parte trasera del restaurante, provista de un pequeño altavoz y de la música necesaria para acompañarse en su móvil, y no nos habría cantado la alegre canción coreana de una campesina que cosecha verduras silvestres en las montañas, compuesta por Hyan Jhe Miong, ni habríamos podido planear un concierto para la próxima primavera, época en que se presentará el libro de cocina que ha decidido publicar –imagino que titulado Una canción coreana, claro–, concierto en que yo la acompañaré al piano después que ella me envíe, en los próximos meses, las partituras de las piezas que desea interpretar.

Llegada aquí, considero unidas todas las bolitas de mercurio y me planteo la posibilidad de reunirlas de nuevo en un ter­mómetro que mida no la temperatura del ambiente sino la intensidad de la vida que procura la casualidad de pasar por Corea en el viaje que separa Buenos Aires y Santiago de Chile.

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