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La otra ruta de la seda

Màrius Carol Consejero editorial

China es un país apasionante, que ha conocido una transformación inimaginable en poco más de veinte años, gracias a una fórmula consistente en un cambio radical en lo económico, sin apenas transformación en lo político. Históricamente, el mundo le debe los cometas, la seda, el papel, la pólvora o el compás. E incluso la pasta, pues fue Marco Polo quien se fascinó por los fideos en el siglo XIII y, a su vuelta de Oriente, los difundió por la República de Venecia. Cuarenta y cinco años después de que España estableciera relaciones diplomáticas con China, aterrizó anoche en Madrid el presidente Xi Jinping para una visita oficial de dos días, camino de la cumbre del G-20 en Buenos Aires.

El Gobierno de Pedro Sánchez ha cuidado al detalle el programa de la estancia del presidente Xi, sabedor de que el régimen de Pekín busca un acercamiento a la UE en plena guerra comercial de su país con Estados Unidos. China intenta recuperar en el tiempo la ruta de la seda, construyendo infraestructuras para desarrollar este eje comercial milenario, que cuenta con un presupuesto inicial de un billón de euros. Como explica Pedro Nueno en Gracias, China (Plataforma), hace 3.000 años los mercaderes de China ya traían seda y otros productos por tierra cargados en sus camellos, atravesando todo el recorrido que desde el 2015 cubre el tren entre Yiwu y Madrid. Esta vía de conexión se ha completado con una segunda ruta desde el océano Índico hasta el mar Mediterráneo, que concluye en los puertos de Roma, Barcelona o València. China quiere ser un actor no sólo político, sino también económico de primer orden. Si Richard Nixon normalizó las relaciones con EE.UU. en 1972, Donald Trump las ha complicado. Pero China es un mal enemigo. Como escribió Pearl S. Buck, “los chinos son supervivientes implacables, el pueblo civilizado más antiguo de la Tierra”. La diplomacia española no tiene dudas.