Cuarenta años

Cuarenta años

Estamos en plenas celebraciones del 40.º aniversario de la Constitución de 1978, la mejor Constitución de nuestra historia.

Hemos tenido ocho Constituciones antes que la vigente, si se cuenta la de Bayona de 1808.

La Constitución de Cádiz, a la que seguimos considerando la más prestigiosa de las promulgadas por la nación soberana sólo disfrutó de breves periodos de vigencia entre 1812 y 1814 y 1820 y 1823, y algunos meses en 1836. El Estatuto Real de 1834, una Carta otorgada que reponía por completo la soberanía del monarca, fue derribado desde dentro por los propios procuradores y lo remató la sargentada de La Granja de 1836. Entonces reapareció otra vez la Constitución de 1812, adaptada a la situación política por simples Decretos que modificaron algunas de sus determinaciones.

Luego retomó su espíritu la Constitución de 1837, basada, sin decirlo, en la soberanía popular y combatida por los realistas desde el principio y por esa justa razón de que no reconocía la soberanía absoluta del monarca.

Pocos años después, los defensores y los detractores de la soberanía popular se propusieron cerrar la llamada “cuestión constituyente” al debatir la Constitución de 1845. Pero no consiguieron estabilizar el prestigio de la ley fundamental. Tras el levantamiento de O’Donnell en Vicálvaro en 1854 se inició el más largo e infructuoso periodo constituyente de nuestra historia. Dos años de debates sin que llegase a aprobarse una Constitución nueva.

La Constitución del año 1845 aguantó hasta que se promulgó la de 1869. Pero los acontecimientos políticos que se sucedieron vertiginosamente desde entonces condujeron a un verdadero marasmo constitucional. La dinastía borbónica fue apartada del trono y se eligió un rey de procedencia italiana que se marchó poco después hastiado por la manera negativa e hipercrítica con que los españoles valoraban los asuntos de la nación. Después del abandono del rey se declaró la República y el caos constitucional era tan grande que, cuando se debatió la Constitución del 1876, los constituyentes eran incapaces hasta de ponerse de acuerdo acerca de cuál era la constitución vigente. Pidal y Mon defendió que la de 1845 y Sagasta que la de 1869. Y así de desorientados se mostraron todos los demás. La más estable, como es bien conocido, fue la de 1876, que duró formalmente hasta 1931, claro que afectada de una sensible debilidad: los partidos políticos se pusieron de acuerdo para incumplirla siempre que les convino.

Las razones inmediatas de tanta volatilidad constitucional (que no fue exclusiva de España; Francia, por ejemplo, mostró en el mismo periodo semejantes debilidades, propias de un constitucionalismo inmaduro) pueden centrarse en los siguientes tipos de disputas políticas que recorrieron el siglo: la titularidad de la soberanía (si de pertenecía al pueblo o al monarca); la parcial consagración y frágil protección de las libertades; los alzamientos, bullangas, algaradas populares, y las protestas contra la excesiva centralización; la débil implantación de la separación de poderes, que propició un dominio notable del Ejecutivo y la insuficiencia de los controles jurisdiccionales sobre sus decisiones; y, en fin, la falta de fuerza normativa de las constituciones cuyos preceptos quedaban continuamente desatendidos tanto por el Gobierno como por el poder legislativo ordinario.

Nuestra vigente Constitución ha abordado y resuelto los problemas esenciales de las constituciones históricas: Por lo pronto, no es una Constitución que impone la mitad de España a la otra media, sino que ha nacido del consenso y de la decisión de un único soberano: el pueblo. Se separan los poderes en tres ramas, en el sentido tradicional, y se añade una división vertical de carácter territorial, que dificulta el abuso. Todos los poderes públicos están sometidos al imperio de la ley y sus decisiones, por tanto, son susceptibles de control jurisdiccional pleno, sin excepciones. No escapa el legislador de esta regla porque las leyes están subordinadas a la Constitución. La Constitución y los valores que proclama, están por encima de la ley. Y, en fin, la garantía de los derechos se fortalece porque la Constitución protege su esencia frente a las vulneraciones en que incurran los poderes públicos, legislador incluido.

No es una Constitución irreformable, como no lo es ninguna, pero tampoco es una Constitución para una sola generación, afectada de obsolescencia política o técnica. No es aceptable el simplismo de considerarla la Constitución de la generación de la transición. Ya no hay constituciones vinculadas a una generación, como en su día sospecharon Jefferson y Thomas Paine, tan equivocadamente, de la Constitución de Estados Unidos, hoy dos veces centenaria. Las cláusulas de reforma aseguran su adaptación a las circunstancias de cada momento.

Es bastante evidente que algunas instituciones constitucionales han sufrido fuertes tensiones y deteriores a lo largo de los cuarenta años de actividad. Pero los problemas son habitualmente de manejo más que de diseño. No siempre reclaman una reforma constitucional para superarlos. Bastaría con cambiar las prácticas erróneas y las interpretaciones inadecuadas del texto de la ley fundamental.

La parte de la Constitución más evidentemente necesitada de reformas es la relativa a la organización terri­torial del poder regulada princi­palmente en el título VIII. El cuadragésimo aniversario está dando lugar a la celebración de infinidad de co­loquios y conferencias en las que se apuntan soluciones bien construidas, sobre las que los expertos están mostrando posiciones casi unánimes. También para el caso catalán.

Es una insensatez menospreciar el valor de la mejor Constitución de nuestra historia y dejarla derrumbarse por simple indolencia y falta de estudio o por no valorar debidamente el alcance de sus defectos.

Es un gran error, cul­tural, político y técnico-jurídico, que una parte de los políticos catalanes no consideren las enseñanzas de la historia y pretendan dejar sin aplicación el texto constitucional vigente, recuperando actitudes propias del siglo XIX.

Reformas

El empeño en la celebración de un referéndum de autodeterminación que incluya preguntas sobre la independencia y la república, ha bloqueado radicalmente el análisis de cualquier salida a la cuestión nacional catalana que se apoye en la Constitución. Es lamentable que así sea porque ni siquiera se han indagado las posibilidades que ofrecería una reforma constitucional, que se ha desestimado sin contemplaciones. Como las reclamaciones independentistas están en un callejón sin salida y la solución constitucional se menosprecia por una parte del nacionalismo, las instituciones catalanas se han situado en ninguna parte, que es un lugar marginado donde reina la inseguridad, padecen los derechos y es imposible el buen gobierno. Celebremos el ani­versario de la Constitución de 1978, estúdiense las posibi­lidades de un cambio estatutario que pueda ser sometido a referéndum de los catalanes al tiempo que todos los es­pañoles se pronuncian sobre la reforma constitucional.

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