El Girona y los prejuicios

Los rifirafes entre Javier Tebas y Luis Rubiales han propiciado un nuevo foco de adhesión o rechazo. ¿El buen culé debe ser más partidario de uno que del otro? Extenuados por una acumulación de dilemas que les obliga a invertir energías insólitas, muchos culés preferirían una existencia más plácida. Y entre los dilemas de nueva generación está colocar al Girona en una estructura sentimental de tradición monógama. Pero el Girona lleva suficiente tiempo entre nosotros (me refiero a la Primera División, con los énfasis que eso comporta) para haber aprendido a amarlo o a mantenerlo a una indiferente distancia. Lo admito: aún no he resuelto la ecuación sentimental ni siquiera con el cambio de entrenador. Machín tenía una aureola chusquera y Eusebio me hace sufrir porque, pese a ser cruyffista, siempre da la impresión de ser de esas buenas personas que, a la hora de confiar en ellas, concitan transversales recelos.

¿Hemos incorporado el Girona en la jerarquía de prioridades futbolísticas por cohesión patriótica? A tenor de la diversidad de camisetas en la grada (vibrante) del Camp Nou, parece que sí. Ver cómo aficionados con camiseta del Girona celebran el gol de Messi, o cómo analizan las evoluciones artúricas de Arthur y Vidal, o como lamentan la expulsión de Lenglet, nos sitúa en una duplicidad identitaria de geometría tan delirante como la de la futura camiseta blaugrana. Yo, en cambio, sigo dudando sobre qué hacer con el Girona pese al afecto insobornable que le profeso a Jordi Bosch, que es uno de sus más fiables embajadores. Pero hablemos claro: cuando Stuani empata primero y amenaza después, no me hace ninguna gracia (aunque por solidaridad acústica compadezco a los espectadores de Montilivi, que tienen que sufrir una megafonía casi tan estridente como la del Camp Nou) y no vivo el empate como un acto de fraternidad catalana sino que, siguiendo la tradición local, maldigo la desconexión momentánea de Piqué y de Busquets y la esponjosidad defensiva.

Desde un punto de vista psicoanalítico, conjeturo que si algunos nos resistimos a amar al Girona debe ser por si alguna vez tenemos que invertir una energía tangible en reproches estrictamente futbolísticos. A veces apetece no estar ni a favor ni en contra de alguien, sin que eso implique arrastrar la satánica etiqueta de equidistante. Antes del partido, busco respuestas en Josep Pla, que describe los plátanos de La Devesa gerundense como un exceso de inutilidad napoleónica y confiesa: “Yo tenía tendencia a creer que las personas que vivían allí (en Girona) tenían que ser al menos interesantes, por no decir torturadas y trágicas. Era un prejuicio puramente romántico producido por el carácter enorme de aquellas piedras y casas que parecen sudar misterios”.

¿Qué combinación de adverbios y adjetivos habría utilizado Pla para definir a Messi, que tiene la capacidad de sudar poco y de ser el colmo del misterio y la intimidación creativa, incluso cuando no hace comedia cuando no le pitan un penalti? Con respecto a las famosas rotaciones, ayer fueron sometidas al punto de vista tradicional. Actualizamos conceptos: las rotaciones son un fenómeno peculiar, que se exigen cuando no las hay y se discuten cuando las hay con el mismo tono categórico con el que fingimos que no sabemos que, en función del resultado, acabamos siendo contradictorios y puñeteros.

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