Bienvenidas al culture club

Bienvenidas al culture club

Dura sólo una semana, suficiente para que el Hay Festival Segovia, que finaliza hoy, haya situado a la localidad castellana en el mapa de las ciudades que sí aman la literatura. Este año comparecen en él gente de cultura como Hanif Kureishi, Paul Preston, Anthony Beevor, Stephen Frears, Ken Follet, Eduardo Arroyo, Vanessa Redgrave o Isabel Coixet. El público paga por verlos y la ciudad entera se vuelca en los actos que acompañan al festival.

Después de años en los que el debate recurrente era cómo renovar su imagen para no ser conocida sólo como la ciudad del acueducto, Segovia acertó a asomar la cabeza en esa constelación de ciudades que se incorporaron a la fiesta global que surgió de la galesa y muy libresca Hay-on-Wye. Se trata de un selecto grupo del que forman parte también la colombiana Cartagena, Arequipa, Querétaro o Bogotá

Ciertamente, la fórmula del festival, dirigido en España con entusiasmo por María Sheila Cremaschi, es más apropiada para pequeñas que para grandes urbes. En las primeras, es toda la población la que se vuelca en la fiesta cuando ésta genera ilusión colectiva.

En las segundas, resulta más difícil centrar el interés. Hay más competencia entre eventos y excepcional es el que consigue involucrar al conjunto de la ciudad. De celebrarse en Barcelona, el Hay Segovia seguiría siendo un festival relevante, pero quedaría circunscrito a unos ámbitos concretos. Carecería, además, de ese punto de excitante locura que se apodera de la ciudad castellana cuando centenares de letraheridos aterrizan en la estación de AVE Segovia-Guiomar.

Pero hay algo en el caso de Segovia que, salvando todas las distancias, no deberían ignorar los alcaldes y alcaldesas de las grandes urbes. Es su determinación a la hora de proyectarse a través de la cultura.

Un ensayo reciente, Small cities with big dreams (Routledge, 2018), de Greg Richards y Lian Duif, desarrolla como ventaja competitiva para las pequeñas ciudades el concepto del placemaking (literalmente, construir lugares) como alternativa al place marketing, que es el que pretende vender una ciudad a los consumidores (los temidos turistas).

Con el placemaking, a través de la apuesta por componer un relato que sirva para diferenciar a la ciudad, se pretende, según los autores, mejorar la existencia de los usuarios de un determinado lugar: “Si se mejora la calidad del vida de los que viven en él, será también atractivo para los demás”, precisan.

Sostienen que esa mejora de la calidad de vida requiere, además de buenos servicios, conectar emocionalmente al conjunto de la comunidad con el proceso de elaboración de ese nuevo relato, siempre basado en el propio ADN del lugar (la Segovia machadiana, por ejemplo) y evitando fórmulas impostadas como, digamos, aspirar a ser “el Silicon Valley del sur de Europa” o “el Boston del Mediterráneo”. La ambición, huelga decirlo, es un elemento determinante.

Este patrón se ajustaría bien al caso de Segovia y los libros, pero, sobre todo, encaja en los procesos seguidos en Bilbao, Málaga, Valencia o, en cierta medida, Sevilla, a la hora de convertirse en referentes del arte en sus múltiples expresiones. Son ciudades pequeñas o medianas que carecen, obviamente, de la exuberancia creativa de Madrid o Barcelona, pero su apuesta por definirse como ciudades de cultura implica que hay que contar con ellas al diseñar políticas culturales.

La semana pasada, los responsables de Barcelona Global plantearon a la ministra de Política Territorial, Meritxell Batet, la necesidad de impulsar una política de ciudades desde el Gobierno. En la misma reunión, se le pidió que ayude a recuperar el programa de bicapitalidad cultural, que en el pasado sirvió para mejorar la financiación de las instituciones culturales barcelonesas que tienen proyección estatal.

La duda que nos surge ahora es si este planteamiento (que hemos defendido en esta misma sección) sigue vigente en un país que ha asistido a la emergencia cultural de las ciudades anteriormente citadas y de otras que también han sido capaces de dotarse de equipamientos o de eventos cuyo interés desborda el ámbito local o regional. Tal vez sea hora de ampliar el número de candidatas a participar de esa capitalidad más difusa, aunque Barcelona se lleve una parte superior de un pastel que, en cualquier caso, Madrid se resiste mucho a compartir.

Lo que sí parece evidente es que redefinirse a través de la cultura es una opción de éxito cuando una ciudad está genéticamente dotada para ello. Y no sólo hablamos de ciudades pequeñas. Málaga o Bilbao pueden ser urbes menores si se las compara con Barcelona, pero ésta también lo será, cada vez más, en relación con las megápolis que se van configurando en el mundo.

Conclusión: la construcción de un relato que vincule emocionalmente a toda la comunidad puede tener también sentido para las metrópolis que nunca se convertirán en megápolis. Y ese relato, en el caso de Barcelona, sólo puede ser cultural, entendiendo la cultura en un sentido amplio que incluya la educación, la investigación científica o el deporte. ¿O no iba de eso el sueño colectivo que hizo posibles los Juegos Olímpicos de 1992 y todos los prodigios que vinieron después?

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